
El pasado 22 de septiembre un alumno de 16 años perdió la vida y un trabajador fue lesionado, ambos a manos de otro estudiante del Colegio de Ciencias y Humanidades plantel sur. El caso involucra aspectos muy sensibles para la juventud en general y la comunidad universitaria en particular, además de la familia y amistades de la víctima. Por ello, debe abordarse desde el mayor respeto y no con el morbo que los medios de comunicación lo han hecho.
Como he señalado en otras ocasiones, el análisis de estos delitos debe hacerse de forma integral y más allá del caso concreto, intentando entender un fenómeno complejo como el delito desde sus causas sociales y no solo desde las individuales.
En este sentido, se ha difundido que el agresor pertenecía, o al menos simpatizaba, con los grupos de internet llamados incels, sobre los que ya escribí en el mes de abril, advirtiendo los riesgos del incremento de las ideas machistas y misóginas entre las personas adolescentes. Sobre estos datos debe destacarse que el informe médico y psicológico, la entrevista del imputado y otros datos sensibles, fueron filtrados a la prensa para poder continuar con la narrativa, por lo que no pueden ser considerados como hechos jurídicamente verídicos. A pesar de ello, pueden ser de utilidad para los fines de la reflexión.
Dicho esto, y aunque es entendible la indignación y el enojo general que despierta el caso, la punición por sí sola no resuelve nada, máxime cuando se trata de comportamientos cada vez más generalizados entre los adolescentes masculinos. Es decir, encarcelar a una persona no servirá como ejemplo para que otras no repitan la conducta. De hecho, si los reportes de los medios de comunicación se toman como ciertos, los grupos incel han tomado al agresor como un ejemplo a seguir, lo mismo que el agresor tomó los casos estadounidenses como ejemplo para él mismo.
En este sentido, parece oportuno considerar tres variables sociales que pudieron influir en lo sucedido y que comparten responsabilidad con el agresor aunque nadie quiera reconocerlo. Esto no significa que sean las únicas ni que se agoten en este análisis.
Antes de desarrollarlas, debe sentenciarse que en este caso, una vez más, la sociedad actúa segregando y condenando a un individuo señalandolo de ser un “enfermo” que puede “contagiar” a otros y sin ver que es la podredumbre del propio sistema la que enferma a quienes forman parte de él.
Dicho eso, primero se hablará de las afectaciones a la salud mental que sufre una parte considerable de la población adolescente; en segundo, la “crisis” inatendida de la masculinidad que afecta también a la adolescencia; y en tercero, el fortalecimiento del punitivismo, tanto estatal como social, que impide atender las causas de fondo.
Sobre el primer punto, no se debe recaer en la criminalización ni estigmatización de la salud mental, pues esta es una dimensión más de la vida humana que, en sociedades altamente violentas y sin cuidados comunitarios como la mexicana, suele tener alteraciones considerables provenientes del mismo sistema. De hecho, las redes sociales ya se han inundado de una narrativa sobre la salud mental del imputado, que se basa en la idea de que solo los individuos “enfermos” pueden obrar así, en comparación con el grueso de la sociedad constituido por “individuos sanos”. Este discurso es común en contra de personas que cometen delitos, para poder crucificar por cualquier razón a los individuos.
Dicho lo anterior, conviene recordar que la salud mental nunca ha sido una prioridad para las instituciones mexicanas, por lo que la prevalencia de sus afectaciones ha ido en incremento cada año, sobre todo después de la pandemia. Según la OMS una persona se suicida en el mundo cada 40 segundos, siendo la mayoría de víctimas hombres entre los 15 y 29 años (tres veces más que las mujeres), lo que implica la cuarta causa de muerte de hombres en esa edad, convirtiéndose en la consecuencia más alarmante de las afectaciones a la salud mental.
En México la situación fue todavía más contrastante, pues entre 2020 y 2023 la tasa aumentó en casi un 7%, siendo el 81.1% de víctimas los hombres, sobre todo entre 20 y 39 años. Un dato relevante a considerar en esta cifra es que, en personas que intentaron suicidarse, la mayoría de solicitudes para atención médica fue de mujeres y no de hombres, a pesar de ser más los intentos en el segundo grupo. De 329 demandas de atención médica, 232 mujeres fueron las accionantes, en tanto que hombres solo 97.
Históricamente la cifra de suicidio masculino siempre ha sido más alta que la femenina, principalmente por el estigma que existe de que los hombres se muestren débiles y, por tanto, necesitados de atención a la salud mental, un estigma que socialmente suele ser menor en las mujeres.
En adolescentes, la salud mental tampoco ha sido una prioridad a atender por parte del Estado, lo que, aunado a una crisis de la idea de masculinidad y la exacerbación de los discursos conservadores en el mundo, crea un caldo de cultivo para la realización más constante de conductas como la acontecida en el CCH Sur.
De hecho, el agresor vinculado con la ideología incel, probablemente compartió mensajes en redes sociales y foros, donde manifestaba su frustración ante la imposibilidad de “ser amado por mujeres.”
Como ya mencioné en el artículo de abril, estos grupos se han creado desde un discurso simplista, propio de las ideas conservadoras, y que consiste en presentar a los hombres como víctimas de un sistema que -según ellos- privilegia en todo a las mujeres, quienes prefieren solo a un tipo de hombres llamados “chads”; por ello, se definen incels, es decir, célibes involuntarios, o sea, por decisión de las mujeres.
Este fenómeno involucra varios elementos, los cuales, por la brevedad, no pueden ser abordados a profundidad. Sin embargo, debe decirse que estos hombres jóvenes han creído la idea de que son víctimas de un sistema que está en contra de ellos, por lo que su lugar seguro es la “manosfera”, es decir, con otros hombres, donde personajes como “El Temach” son particularmente peligrosos al aprovechar la especial vulnerabilidad de la adolescencia para hacer creer estas ideas.
En el fondo, convergen la falta de habilidades para gestionar las emociones y las relaciones no violentas con otras personas, y la idea otra vez fortalecida de que la masculinidad debe ejercerse desde una concepción impositiva, violenta y concebida desde los privilegios de los hombres.
Con el avance pasado de los feminismos y el cuestionamiento al patriarcado, muchas mujeres concientizaron la necesidad de no entablar relaciones con hombres violentos o machistas, lo que inició la discusión sobre los privilegios de la masculinidad y que estos grupos asumieron como un reto a su estatus. Muchos hombres prefirieron una narrativa beligerante antes que el abandono de sus comportamientos violentos, sobre todo con los influencers que sostienen la necesidad de una masculinidad hegemónica, aunque eso implique el rechazo de muchas mujeres a entablar relaciones personales con ellos.
El problema de todo es que los adolescentes son víctimas del patriarcado, pues pesa sobre ellos un mandato de masculinidad que se cuestionó, pero que nunca se canalizó a una masculinidad no opresiva, por lo que cuando aparecen personajes como “El Temach” y muchos más, les instan a sentirse orgullosos de su violencia, para ellos parece ser una respuesta plausible en un momento vulnerable y que suple un vacío de cuidados por parte de la colectividad.
A diferencia de las formas previas de masculinidad violenta, el momento específico parece no solo engrandecer esa manera de ser hombre, sino también un resentimiento contra las mujeres y otros hombres que no comparten este modelo.
Es decir, las sociedades de por sí violentas, que no procuran la salud mental de sus individuos y que convergen con un discurso de masculinidad conservadora cada vez más extendido, son fundamentales para entender el caso del CCH, pero también a personajes como Charle Kirk e incluso a su atacante, con quien era afín ideológicamente.
Los discursos que ponen a los hombres como víctimas de las mujeres son abundantes en las redes sociales, pero no solo en la llamada “manosfera”, sino en general. En muchos casos son velados, no explícitos y se presentan como una puerta con humor que permite el acceso a ideas más radicales. Estos contenidos digitales de fácil acceso son un “lugar seguro” para hombres adolescentes que no pueden encontrar su identidad, a veces con afectaciones emocionales, y en un estado de abandono por parte del colectivo social, incluida la familia, la escuela y el Estado. Además, ante la duda suelen encontrar solo represión en “la funa”, en vez de espacios de reflexión no violenta.
Ello no implica deslindar de responsabilidad a los machos modernos, sino entender que el patriarcado es capaz de reinventarse y regresar más violento. Como sostiene Tamar Pitch, la idea maniquea de buenos y malos implica un enfoque moral de las conductas que impide atender el problema, paliándolo cuando surge, pero no atendiéndolo.
En este sentido, el sistema penal funciona como una válvula que despresuriza la ira social y permite depositar la responsabilidad colectiva del delito en una sola persona, que casi como un cordero de expiación limpia la culpa colectiva de los sistemas de opresión cuando es encarcelada. No importa la reparación del daño o la prevención, solo el castigo, pues aprovecha la inflamabilidad propia del enojo para sus fines.
La cárcel centrada en la idea cristiana de la culpa, funciona como la confesión que expía los pecados, pero sin asumir la responsabilidad sobre los actos. No hay una noción, ni una intención de la reparación del daño, y no hay esfuerzo por la reflexión personal de lo que se hizo encaminada a la reinserción. La prisión se basa en la idea de extinguir la culpa, y con ello la responsabilidad que pudiera derivar de un proceso individual y colectivo.
Es más fácil para la sociedad culpar de sus responsabilidades a los individuos, que asumir que la perpetuación de sus sistemas de opresión es responsable de estas tragedias. Así, un patriarcado más vivo que nunca, forma en lo recóndito de la web soldados rasos para lanzar a su lucha ideológica, aprovechándose de su especial vulnerabilidad. Esto lo describe Sayak Valencia (para el contexto del crímen organizado) en Capitalismo Gore y Marta Lamas lo resume de la siguiente manera: El entrenamiento cultural para convertirse en varones, verdaderamente masculinos, obliga a ciertos hombres a desarrollar características guerreras, de desafío al peligro y de supresión de los sentimientos ante el dolor ajeno. Un mandato cultural que articula masculinidad con valentía, pero también una masculinidad con agresión.
El estudiante que perdió la vida es una víctima del sistema que se aprovechó de la vulnerabilidad de otro adolescente explotando sus situaciones particulares derivadas de las sociales, que, de hecho, son requeridas por los sistemas para perpetuarse.
Por eso, son particularmente orientadoras las demandas de la comunidad del CCH en su pliego petitorio, que parten de la atención comunitaria a la salud mental, antes que del aumento de los aparatos de represión, mismos que, en todo caso, son incapaces de prevenir que se repitan las conductas. Antes, puede verse que, para los incels y comunidades afines, ir a la cárcel por el acto es un premio desde la forma en que han construido su visión del mundo.
Carlos Alberto Vergara Hernández. Licenciatura y maestría, Facultad de Derecho, UNAM. Profesor en la misma Facultad de las materias Control de Convencionalidad y Jurisprudencia y Filosofía del Derecho. Activista, conferencista y capacitador político en derechos humanos y derechos de personas en situación de vulnerabilidad.
Contacto: cvergarah@derecho.unam.mx