La violencia contra las mujeres constituye un grave problema de salud pública, tal y como lo ha referido la Organización Mundial de la Salud, siendo una violación a derechos humanos que afectan la dignidad de las mujeres, misma que ha permeado en nuestro país producto de relaciones de poder históricamente desiguales entre mujeres y hombres.
La ley General de Acceso a las Mujeres a una Vida Libre de Violencia define, la violencia laboral como aquella que se ejerce por las personas que tienen un vínculo laboral con la víctima, independientemente de la relación jerárquica, consistente en un acto o una omisión en abuso de poder que daña la autoestima, salud, integridad, libertad y seguridad de la víctima, e impide su desarrollo y atenta contra la igualdad, que puede consistir en un solo evento dañino o en una serie de eventos cuya suma produce el daño, constituyendo violencia laboral la negativa ilegal a contratar a la Víctima o a respetar su permanencia o condiciones generales de trabajo; la descalificación del trabajo realizado, las amenazas, la intimidación, las humillaciones, la explotación, el impedimento a las mujeres de llevar a cabo el período de lactancia previsto en la ley y todo tipo de discriminación por condición de género.
La violencia contra las mujeres lamentablemente sigue en aumento y ha revestido diversas modalidades y se desarrolla en diversos ámbitos, como lo es en el espacio en que la mujer desempeña su actividad laboral, quien se incorpora muchas de las veces en términos de desventaja salarial, de permanencia, doble jornada de trabajo en relación a los hombres.
Este tipo de violencia se ejerce contra mujeres que laboran en pequeñas, medianas y grandes empresas, hasta las que laboran institución gubernamentales; la violencia laboral no es particular de un nivel jerárquico, cargo, puesto, profesión, antigüedad en el puesto, como les compartiré en el presente artículo, la violencia laboral ha permeado incluso en trabajadoras que laboran para instituciones de gobierno, con preparación universitaria y con cargos de dirección.
Tal es el caso de la maestra Juana Dávila Flores, Jueza de Control y Enjuiciamiento del Estado de México, quien sufrió violencia laboral por muchos años, fue objeto de múltiples cambios de adscripción, con distancias de casi cuatro horas de su domicilio, fue ignorada, la dejaron de convocar a cursos, discusiones de temas relacionados con su función y preparación, perseguida, se le iniciaron alrededor de quince procedimientos administrativos disciplinarios en su contra en un solo año, los cuales no resultaron procedentes y fue absuelta, pero generaron en la juzgadora una afectación a su estabilidad laboral, emocional y laboral, así como el desprestigio de su imagen ante la sociedad.
Dicha afectación se incrementó al negarle el derecho a su ratificación en el cargo de juzgadora, lo que llevo a la juzgadora a promover un juicio de amparo contra los actos del Consejo de la Judicatura del Estado de México y su presidente, que fue resuelto en el recurso de revisión 97/2023, radicado ante el Primer Tribunal Colegiado en Materia Administrativa del Segundo Circuito, con sede en el Estado de México, mismo que ordenó que en plazo de sesenta días naturales, el presidente del Consejo de la Judicatura del Estado de México y otras autoridades de alto nivel, ofrecieran un disculpa pública por los actos de violencia de género y discriminación que se gestaron de manera previa, durante y después de ser cesada de su cargo, se reconoció la responsabilidad del Consejo de la Judicatura del Estado de México y su presidente, por violaciones graves a los derechos humanos de la Jueza Juana Dávila Flores, así mismo se ordenó que en el mismo plazo se emitiera un protocolo de actuación con perspectiva de género, igualdad y no discriminación para las personas juzgadoras.
Otro caso de violencia laboral e institucional en México, lo es de la jueza Lidia Salazar Marin, quien no obstante que en agosto del 2022, obtuvo el tercer lugar en los mejores resultados del concurso de oposición para obtener la plaza de Jueza de Ejecución del Estado de México, no le fue respetado el derecho a un nuevo nombramiento por el plazo de seis años, sino que se le hizo de forma retroactiva en su perjuicio, para que su cargo se concluyera el 30 de septiembre de 2023, no obstante que dicho nombramiento debería concluir para el año 2028.
Ante la violación a sus derechos laborales, en fecha veintitrés de noviembre del dos mil veintidós promovió juicio de amparo contra los actos del Presidente del Tribunal Superior de Justicia del Estado de México, licenciado Ricardo Alfredo Sodi Cuellar y del Consejo de la Judicatura del estado de México, lo que generó que la jueza fuera cambiada de adscripción al Distrito Judicial de Chalco a hora y media aproximadamente de su domicilio, lugar en que la juzgadora se sentía vigilada por la titular el área administrativa, donde se le etiquetaba como jueza conflictiva, que venía castigada por promover un amparo, obstaculizándole cualquier decisión que pretendiera mejorar la forma de trabajo que se iba desarrollando en el juzgado.
Seis meses después, por alzar la voz respecto de la serie injusticias, abuso de poder, trato diferenciado e influyentísimo que se desarrollaba en el juzgado por parte de la titular del área administrativa, nuevamente fue cambiada de adscripción a un lugar más alejado de su domicilio.
Fue el caso que al resolverse el Juicio de amparo 1349/2002 promovido en el Juzgado Decimosegundo de Distrito en el estado de México con residencia en Nezahualcóyotl, del que resultó el cuaderno auxiliar 296/2023 del Juzgado Primero de Distrito del Centro auxiliar de la Tercer Región con sede en Guanajuato, se concedió a la jueza Lidia Salazar el amparo y protección de la justicia federal y se ordenó emitir un nombramiento a la jueza por el periodo de seis años.
Sin embargo, continuó siendo cambiada de adscripción, a tres meses después de su última adscripción, siendo adscrita a dos juzgados con distancia de una y dos horas de su domicilio, donde la jueza refiere que continuo siendo hostigada laboralmente por parte el administrador, generando en la jueza una afectación a su estabilidad familiar por el múltiples cambios de adscripción, así como la afectación a su estabilidad laboral ante la incertidumbre de un nuevo cambio de adscripción.
De ahí que podemos advertir que una mujer, aun siendo profesionista, con conocimientos legales y desempeñar una función de impartir justicia, con una carrera impecable, sin procedimientos sancionadores en el ejercicio de su función no queda exenta de sufrir violencia laboral por decidir defender sus derechos laborales y el respeto a su dignidad.
El caso de las juezas Juana y Lidia no son aislados, incluso quien redacta el presente artículo aun continuo con la lucha para que se sancione la violencia laboral ejercida en mi centro de trabajo, sumada a tantas voces de mujeres que por temor a represalia han decido guardar silencio, pues muchas de ellas son el sostén económico de sus familias, de ahí que dicho silencio se condicione para no comprometer su percepción salarial, esto ocurre y seguirá ocurriendo hasta que las autoridades visibilicen la violencia laboral y se comprometan a erradicarla, reparando el daño causado, sancionado a los responsables, dando satisfacción a las víctimas y garantizando la no repetición de la violencia laboral.
Por ello en este día naranja, no hay resultados satisfactorios, por el contrario la violencia ha escalado incuso a aquellos ámbitos en que las mujeres ejercemos cargos en la impartición de justicia, que nos hace cuestionarnos:
¿Que suerte les espera a quienes no tengan la posibilidad económica y de preparación académica para reclamar sus derechos?, ¿Que les garantiza no sufrir represalias y no ser suspendidas o cesadas de su empleo por denunciar?
El centro de trabajo no debe ser nunca un campo de batalla, sino un espacio libre de violencia, donde el silencio a las injusticias no deba ser requisito para conservar el empleo.