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¿Qué pasaría si invirtiéramos más en prevención que en castigo? Un análisis desde el sistema penal mexicano

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La discusión sobre seguridad pública se ha centrado históricamente en el castigo. La construcción de prisiones, el aumento de penas y la militarización de la seguridad han sido presentados como soluciones inmediatas frente al delito. Sin embargo, esta estrategia se ha mostrado ineficiente tanto en términos de resultados como de sostenibilidad económica. El gasto en el sistema penitenciario y en las fuerzas de seguridad sigue aumentando, mientras que los índices de violencia y criminalidad permanecen elevados. Frente a este panorama, resulta necesario plantear una pregunta que en apariencia es simple, pero que implica un cambio profundo en la concepción de justicia: ¿qué sucedería si el Estado mexicano destinara más recursos a la prevención que al castigo?

El costo de mantener cárceles en funcionamiento es enorme. Cada persona privada de libertad implica un gasto mensual de miles de pesos que, multiplicados por la población penitenciaria nacional, representan miles de millones de pesos al año. A pesar de ello, los centros de reclusión están saturados, carecen de programas efectivos de rehabilitación y se han convertido en focos de corrupción y violencia. La lógica del castigo no ha reducido la delincuencia, sino que la ha transformado en un ciclo constante donde los mismos individuos ingresan y egresan del sistema penitenciario sin lograr romper con el contexto que los llevó a delinquir. En términos económicos, esto significa que se invierte continuamente en una estrategia que no genera beneficios duraderos ni para las personas privadas de libertad ni para la sociedad en general.

La prevención, en contraste, ofrece una visión distinta. Invertir en educación, salud, espacios públicos y oportunidades de empleo tiene un impacto directo en la reducción de conductas delictivas. Un joven con acceso a estudios, a un entorno seguro y a un empleo digno tiene menos incentivos para involucrarse en actividades criminales. Diversos estudios internacionales han demostrado que cada peso invertido en prevención genera ahorros significativos en gastos posteriores relacionados con la justicia penal. Sin embargo, en México las políticas públicas suelen privilegiar el gasto reactivo, es decir, atender las consecuencias del delito en lugar de invertir en eliminar sus causas estructurales.

Un ejemplo claro de esta contradicción se encuentra en el ámbito educativo. México sigue destinando menos recursos de los necesarios a garantizar una educación de calidad, particularmente en comunidades marginadas donde los índices de deserción escolar son más altos. La falta de acceso a educación fortalece un círculo de pobreza que, en muchos casos, desemboca en la comisión de delitos. Paradójicamente, el gasto por alumno en zonas rurales es menor que el gasto por persona privada de libertad en prisión. Esto refleja la paradoja de un Estado que invierte más en castigar que en prevenir, incluso cuando los costos de la educación son mucho menores y los beneficios sociales mucho mayores.

En el ámbito de la salud ocurre algo similar. Las adicciones y los problemas de salud mental están directamente vinculados con conductas delictivas. Sin embargo, la inversión en programas de prevención de consumo de drogas o en atención psicológica comunitaria es reducida. Muchas personas terminan en prisión por delitos relacionados con narcomenudeo o por conductas derivadas de trastornos no tratados. El costo de ofrecer tratamientos, campañas de prevención y servicios de salud mental sería significativamente menor que el de mantener a esas personas encarceladas durante años. Aun así, el sistema mexicano ha privilegiado el camino punitivo en lugar de apostar por una política integral de salud pública que reduzca la incidencia delictiva desde su origen.

La prevención también incluye el fortalecimiento de los espacios públicos y las redes comunitarias. Barrios abandonados, sin alumbrado, sin áreas recreativas y sin servicios básicos generan condiciones propicias para la violencia y la criminalidad. Cuando las comunidades cuentan con parques, centros culturales, canchas deportivas y programas de participación ciudadana, se reduce la percepción de inseguridad y se limita el terreno fértil para el delito. Estas medidas son mucho más económicas que el gasto destinado a ampliar cárceles o a sostener operativos militares permanentes. No obstante, en la política mexicana suele preferirse el anuncio de la construcción de un penal o el despliegue de la Guardia Nacional, porque representan acciones más visibles y de efecto inmediato en el discurso político, aunque resulten ineficientes en la práctica.

Desde la perspectiva del derecho penal, privilegiar la prevención sobre el castigo también implica un cambio de paradigma. Significa reconocer que el delito no es un fenómeno aislado ni exclusivamente atribuible a la voluntad individual, sino el resultado de contextos sociales, económicos y culturales. Bajo este enfoque, la función del Estado no debería ser únicamente sancionar, sino también garantizar condiciones de vida dignas que reduzcan los factores de riesgo. El derecho penal debería ser la última herramienta, no la primera. En México, sin embargo, se le ha dado un protagonismo excesivo, utilizándolo como la respuesta central frente a problemas que en realidad corresponden a otras áreas de política pública.

En términos prácticos, invertir más en prevención que en castigo significaría modificar las prioridades presupuestarias. El gasto en educación, salud, infraestructura social y programas de inclusión debería superar al gasto en prisiones y cuerpos armados. También implicaría diseñar políticas de reinserción efectivas, de manera que las personas que ya estuvieron en prisión no reincidan. La prevención no se limita al antes del delito, también abarca el después, asegurando que las personas liberadas tengan oportunidades reales de reintegrarse a la sociedad.

El contexto mexicano exige replantear con seriedad este debate. La violencia y la inseguridad no han disminuido a pesar de décadas de políticas centradas en el castigo. Las cárceles están sobrepobladas y, en lugar de resolver el problema, lo reproducen. La inversión en prevención, en cambio, tiene un potencial transformador que aún no se ha explorado plenamente. Los costos iniciales pueden parecer altos, pero en comparación con el gasto permanente en castigo, representan una alternativa más racional, justa y humana.

Si México decidiera apostar por la prevención, los resultados no serían inmediatos, pero sí sostenibles. Se reduciría la presión sobre el sistema penitenciario, se liberarían recursos para otras áreas y, sobre todo, se construiría una sociedad más justa y equitativa. La pregunta ya no debería ser si es posible, sino por qué seguimos destinando tanto dinero al castigo cuando la evidencia demuestra que la prevención ofrece mejores resultados. El costo económico del castigo es insostenible, pero el costo humano de seguir ignorando la prevención es aún más alto.

 

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