El derecho penal y la pobreza están intrínsecamente relacionados, configurando un ciclo que perpetúa la desigualdad y obstaculiza el desarrollo social y económico de las comunidades más vulnerables. La criminalización de la pobreza no es un fenómeno nuevo; por siglos, las leyes penales han sido utilizadas como herramientas para controlar a las clases marginadas, más que para garantizar la justicia social. Al mismo tiempo, la pobreza es uno de los factores que más contribuyen al surgimiento de conductas delictivas, creando una relación bidireccional que es tanto causa como consecuencia de la exclusión social.
En muchos contextos, el derecho penal se aplica con mayor severidad contra las personas en situación de pobreza. Desde los delitos menores, como el hurto, hasta las infracciones administrativas, como el trabajo informal, los sectores marginados enfrentan una vigilancia desproporcionada y sanciones más severas. Esta dinámica genera un doble estándar: mientras los delitos de cuello blanco a menudo se enfrentan con penas leves, las infracciones cometidas por personas de escasos recursos suelen ser castigadas con todo el peso de la ley. En este sentido, el derecho penal deja de ser un instrumento de justicia y se convierte en un mecanismo de control social.
La pobreza también agrava las posibilidades de defensa en los procesos penales. Las personas con menos recursos no pueden acceder a abogados de calidad, lo que las coloca en una posición de desventaja frente a un sistema judicial que muchas veces es complejo y burocrático. En muchos países, los defensores públicos enfrentan una sobrecarga de casos, lo que resulta en una defensa inadecuada y, con frecuencia, en condenas desproporcionadas. Esto no solo afecta la vida de los acusados, sino también la de sus familias, perpetuando un ciclo de pobreza intergeneracional.
Por otro lado, la pobreza es un terreno fértil para la criminalidad. Las condiciones de exclusión económica, falta de acceso a educación y empleo digno, y la carencia de servicios básicos crean un entorno donde las personas, en ocasiones, ven en el delito una alternativa viable para sobrevivir. Este fenómeno es particularmente evidente en comunidades donde el Estado ha fallado en garantizar derechos fundamentales, dejando vacíos que son ocupados por actividades ilícitas como el narcotráfico o la delincuencia organizada.
Sin embargo, culpar exclusivamente a los individuos pobres por los delitos cometidos en este contexto es ignorar las raíces estructurales del problema. La pobreza no solo expone a las personas a mayores riesgos de involucrarse en actividades delictivas, sino que también las hace más vulnerables a ser víctimas de abuso y explotación. Por ejemplo, el tráfico de personas, la prostitución forzada y el trabajo infantil afectan desproporcionadamente a quienes viven en condiciones de precariedad.
El sistema penitenciario agrava aún más esta dinámica. Las cárceles, que supuestamente deberían rehabilitar a los delincuentes, a menudo se convierten en espacios de marginación y exclusión social. Para quienes ya enfrentaban condiciones económicas adversas, la prisión supone una barrera adicional para la reinserción en el mercado laboral y la sociedad. La estigmatización social de los exconvictos dificulta su acceso a empleo y educación, reforzando el ciclo de pobreza y reincidencia.
Además, el impacto de las penas privativas de libertad no se limita al individuo condenado. Las familias de los presos —particularmente las mujeres y los niños— sufren las consecuencias económicas y emocionales de la ausencia del principal sostén de hogar. Esto perpetúa la pobreza en los hogares y, a largo plazo, en las comunidades enteras.
Frente a esta problemática, surge la necesidad de repensar el papel del derecho penal en contextos de pobreza. ¿Es posible construir un sistema que no solo castigue, sino que también contribuya a la justicia social? Algunos enfoques proponen sustituir las penas de prisión por medidas alternativas, como la reparación del daño, el trabajo comunitario o la mediación. Estas medidas no solo reducen el impacto económico y social de las condenas, sino que también tienen el potencial de abordar las causas subyacentes de la criminalidad.
Asimismo, es crucial garantizar que el sistema de justicia penal sea realmente equitativo. Esto implica invertir en defensores públicos capacitados, simplificar los procedimientos judiciales y asegurar que las penas sean proporcionales a los delitos cometidos. La justicia no debe depender del tamaño de la billetera, sino de la equidad en el acceso y el tratamiento.
Por último, el combate a la criminalidad y la pobreza no puede limitarse al ámbito penal. Es necesario un enfoque multidimensional que integre políticas públicas en educación, salud, vivienda y empleo. Garantizar que las personas tengan acceso a oportunidades reales de desarrollo es una de las formas más efectivas de prevenir el delito y romper el ciclo de pobreza y criminalización.
La relación entre el derecho penal y la pobreza no es inevitable. Es el resultado de decisiones políticas, económicas y sociales que pueden y deben ser revisadas. Si realmente aspiramos a construir sociedades más justas y equitativas, debemos abandonar la visión punitivista que criminaliza la pobreza y adoptar enfoques que aborden sus causas estructurales. El derecho penal puede ser una herramienta para la justicia, pero solo si está al servicio de la inclusión y el desarrollo, y no de la exclusión y el control social.