Por Claudia Espinosa Almaguer
Dentro del catálogo de conductas sancionadas en cualquier norma penal, aquellas que se producen en perjuicio de la integridad de una persona son especialmente lesivas. Usted las podrá encontrar en los primeros títulos de la “Parte Especial” del código de su entidad, esta es su posición deseable y es también una decisión político criminal: comunica al ciudadano, qué bienes jurídicos como la vida, la paz, la seguridad personal, la libertad sexual, el normal desarrollo psicosexual o el derecho a vivir una vida libre de violencia son de tal importancia como para protegerse a través del derecho más violento.
Siguiendo la posición hegeliana que apunta a que cuando se comete un delito se cuestiona la vigencia de la ley penal y por consiguiente la imposición de una pena niega el delito y reivindica la norma, esto no se hace cargo del daño causado, así el acceso a la justicia, escasísimo en México, es apenas un tramo de camino hacia la rehabilitación de una víctima.
Hagamos el ejercicio de situarnos en su posición, pero no como adultos esta vez, sino en los zapatos de alguien especialmente vulnerable como los niños y niñas que padecen diversas formas de violencia y para quienes el trato dentro del sistema penal es determinante al cabo de haber sido agredidos.
No vamos a usar la jerga jurídica para ello, sino la perspectiva del fenómeno de la violencia como un problema de salud pública. Aquí sirve referir a la Organización Mundial de la Salud, entidad que desde 2003 comenzó a estudiar el fenómeno, a este punto no sólo han podido descubrir cuáles son los riesgos y enfermedades asociados a la violencia sino también que el cumplimiento de las leyes es una estrategia indispensable para ponerle fin.
Desde el informe de 2014 se indicó que los niños junto con mujeres y adultos mayores son quienes más reciben maltrato físico, psicológico y sexual lo cual contribuye a una muerte prematura y a consecuencias en la salud mental, sexual y reproductiva además de enfermedades crónicas.
Pongámosle nombre al daño: lesiones, quemaduras, discapacidad, propensión al uso de alcohol y drogas, depresión, trastorno de estrés postraumático, déficit de atención, embarazos no deseados, cáncer, VIH, diabetes, artritis, asma, entre otras afectaciones causadas por el vínculo que existe entre ser víctima de agresiones y lo que eso le hace al cerebro, al sistema nervioso, digestivo, al genitourinario y al sistema inmune.
Ahora bien, recién otro estudio acerca de la situación de América de la OPS (Operación Panamericana de la Salud) que ya contiene algunas consideraciones de antes y después de la pandemia calcula que un 58% de la población infantil de 2 a 17 años en el sur, y 61% en el norte del continente, sufrieron abuso físico, sexual y emocional y a nivel mundial cada año uno de cada dos niños o niñas se vuelven víctimas.
Dentro de los factores que suman a este fenómeno están los estereotipos de género, el desempleo, la pobreza, la desigualdad, el crimen y la inseguridad, el acceso a armas, alcohol y sustancias, además de la impunidad. Por ello son también diversos los enfoques desde donde se propone el trabajo de prevención y respuesta, siete en total, de los cuales un punto le toca al ámbito penal: tipificar como delito, conductas como el abuso sexual y la explotación infantil.
De hecho, dentro de investigaciones serias acerca del niño como víctima del delito así como se plantea el deterioro al que se ven expuestos cuando la violencia es muy grave y se añaden las representaciones de revictimización causadas por el sistema como los procesos largos, la repetición constante de los sucesos, la falta de formación de los operadores, que se les culpe por no pedir ayuda o por acomodarse psicológicamente a la violencia, del otro lado también está que una colaboración responsable y eficaz puede constituirse en un impulso importante.
Con independencia de lo que para el derecho penal resulte satisfactorio, la noción infantil acerca de que la autoridad interviniente está allí para proteger al inocente, que contar las agresiones tiene un sentido útil para evitar la repetición del hecho, confirma la imagen del niño, niña o adolescente ante sí mismo, vindica la verdad o la descubre, lo vivido no ha debido suceder y estuvo mal, tan mal que merece un castigo, que estemos todos más seguros de que no se reproducirá y de que pueden crearse espacios seguros para existir a salvo y comenzar a recuperarse.
Muchas víctimas se preguntan esto: ¿Quiénes estaban destinados a ser sí la violencia no hubiera afectado su vida desde tan temprana edad? Una autoridad preparada, consciente, ética, proveerá en la búsqueda de la respuesta.
Mtra. Claudia Espinosa Almaguer
Abogada feminista. Maestra en Política Criminal por la UASLP y Maestra en Proceso Penal Acusatorio por el CEAD, Querétaro. Consejera Suplente de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de San Luis Potosí.
Twitter. @almagzur