El derecho penal, al abordar las dinámicas más complejas de la conducta humana, tiene la capacidad de revelar las fisuras de nuestras estructuras sociales. Una de esas fisuras, y quizá la más dolorosa, es la fractura de las infancias. Las infancias lastimadas no solo son un problema individual, sino que se convierten en un desafío para la criminología y el sistema penal, pues detrás de muchas conductas delictivas se esconde un pasado plagado de abusos, negligencia y desamparo infantil. Entender esta conexión es fundamental para construir una justicia no solo punitiva, sino también preventiva y reparadora.
La niñez como espejo de la sociedad
La infancia constituye una etapa de formación crucial donde las bases psicológicas, sociales y emocionales de una persona se cimentan. Sin embargo, para millones de niños en todo el mundo, esta etapa está marcada por violencia, abandono, explotación o pobreza extrema. Según UNICEF, cada año millones de menores sufren algún tipo de abuso físico, sexual o psicológico, y muchos otros crecen en entornos de negligencia que limitan su desarrollo. Estos factores no solo tienen consecuencias inmediatas, sino que pueden configurar un ciclo de violencia y marginación.
La criminología ha reconocido desde hace décadas que las experiencias adversas en la infancia (como el abuso, la negligencia y la exposición a la violencia) están estrechamente relacionadas con el desarrollo de conductas delictivas en la vida adulta. La teoría del ciclo de violencia, acuñada por Catherine Widom, postula que las víctimas de abuso infantil tienen más probabilidades de involucrarse en actividades delictivas o convertirse en agresores. Este ciclo no es automático, pero las probabilidades aumentan cuando las heridas de la infancia no se tratan.
Factores criminógenos y su relación con las infancias
La criminología se ha interesado profundamente en los factores que conducen a la criminalidad, conocidos como factores criminógenos. En el caso de las infancias rotas, estos factores están intrínsecamente ligados a las experiencias adversas. Entre ellos destacan:
- La normalización de la violencia: Los niños que crecen en hogares o comunidades donde la violencia es habitual tienen más probabilidades de verla como una herramienta aceptable para resolver conflictos. Esta percepción se convierte en una predisposición a replicar patrones agresivos en la vida adulta.
- La ausencia de redes de apoyo: La falta de figuras de apego seguras, como padres o cuidadores responsables, priva a los menores de modelos de conducta positivos. La orfandad emocional o la negligencia crea un vacío que muchas veces se llena con relaciones tóxicas o delictivas.
- El impacto de los trastornos emocionales y psicológicos: El abuso infantil está asociado con trastornos como la ansiedad, la depresión y el trastorno de estrés postraumático (TEPT). Cuando estos trastornos no se diagnostican ni se tratan, pueden derivar en conductas impulsivas o antisociales.
- La exclusión social y educativa: Los niños que no tienen acceso a una educación de calidad, que viven en situación de pobreza o marginación, están más expuestos a contextos donde el delito puede ser percibido como una alternativa de supervivencia.
La respuesta del derecho penal
Frente a este panorama, surge la pregunta: ¿qué puede hacer el derecho penal para abordar el vínculo entre infancias en riesgo y criminalidad? Tradicionalmente, el sistema penal ha sido reactivo, centrándose en sancionar conductas delictivas una vez cometidas. Sin embargo, este enfoque ignora las raíces profundas de la criminalidad, muchas de las cuales se encuentran en los traumas infantiles.
Es necesario repensar el derecho penal desde una perspectiva preventiva y reparadora. Esto implica, entre otras cosas:
Reforzar la protección de los derechos de la infancia: La Convención sobre los Derechos del Niño establece que los Estados tienen la obligación de proteger a los menores de toda forma de violencia y explotación. Sin embargo, esta protección debe ir más allá de la letra y traducirse en acciones concretas, como la creación de sistemas eficaces de detección temprana de abuso y negligencia.
Apostar por la justicia restaurativa: Este modelo busca no solo sancionar el delito, sino también reparar el daño y transformar las dinámicas subyacentes. En casos de jóvenes infractores, la justicia restaurativa puede ofrecer alternativas al encarcelamiento que incluyan terapia, educación y reintegración social.
Prevenir antes que sancionar: Los programas de prevención dirigidos a familias vulnerables, como el fortalecimiento de las habilidades parentales y el acceso a servicios sociales, pueden reducir significativamente el riesgo de abuso y negligencia.
Incluir la victimología en el análisis penal: Entender el perfil de las víctimas, especialmente de aquellos menores que posteriormente se convierten en agresores, permite diseñar políticas más eficaces para interrumpir el ciclo de violencia.
La intervención temprana como clave
Si bien el derecho penal tiene un papel crucial, la verdadera solución al problema de las infancias radica en la intervención temprana. Detectar y abordar las experiencias adversas en la infancia requiere un enfoque interdisciplinario que involucre a la criminología, la psicología, el trabajo social y la educación.
Por ejemplo, en países como Suecia y Noruega, los sistemas de bienestar infantil están diseñados para identificar a los niños en riesgo y proporcionarles apoyo integral. Estas políticas no solo protegen a los menores, sino que también contribuyen a reducir las tasas de criminalidad a largo plazo.
En México, aunque existen avances en la protección de los derechos de los niños, persisten desafíos importantes. Las cifras de violencia intrafamiliar y abuso infantil son alarmantes, y el sistema de justicia a menudo falla en garantizar la protección y el acceso a la justicia para los menores.
Ante la deuda moral y social, abordar la problemática de las infancias violentadas desde el derecho penal y la criminología no es solo una cuestión de justicia, sino también de humanidad. Cada niño que sufre abuso o negligencia representa un fracaso colectivo, no solo del sistema penal, sino de la sociedad en su conjunto.
La prevención de estas fracturas debe ser una prioridad en la agenda pública, y el derecho penal, lejos de limitarse a castigar, tiene el potencial de ser una herramienta transformadora. Para lograrlo, es necesario cambiar el paradigma: dejar de ver el delito como un problema individual y comenzar a reconocerlo como un síntoma de desigualdades y traumas no resueltos. Mientras tanto, cada niño que queda atrapado en las grietas de nuestras estructuras sociales será un recordatorio de cuánto nos falta por hacer.