
En México, ser parte de la comunidad LGBT+ continúa siendo un riesgo constante, no solo por la discriminación cotidiana que muchas personas enfrentan en la familia, en la escuela o en el trabajo, sino porque existe una violencia sistemática que en múltiples casos termina en asesinatos, desapariciones o agresiones extremas motivadas por la orientación sexual o la identidad de género de las víctimas. Esta violencia, conocida como crímenes de odio, representa una de las expresiones más crueles de la intolerancia, y sin embargo, el derecho penal mexicano no ha sabido, o no ha querido, responder con la contundencia y claridad que requiere una problemática de esta magnitud.
Un crimen de odio se distingue porque la violencia ejercida no responde solamente al hecho delictivo en sí, sino que tiene como fundamento el rechazo a la identidad de la víctima. En el caso de las personas LGBT+, esto implica que son agredidas no por lo que hacen, sino por lo que son. La saña, la brutalidad y los métodos con los que se cometen estos crímenes, muchas veces desproporcionados y claramente orientados a destruir o desfigurar simbólicamente a la persona, evidencian que no se trata de delitos comunes. Son actos de violencia que buscan eliminar lo “otro”, lo que se considera anormal o contrario al orden hegemónico de género y sexualidad. Y sin embargo, en la mayoría de los casos, el sistema de justicia no lo reconoce así.
Sin ley general: los crímenes de odio en México
Uno de los grandes obstáculos para combatir los crímenes de odio es la falta de una tipificación penal clara a nivel federal. Aunque algunas entidades federativas, como la Ciudad de México, Oaxaca, Estado de México o Baja California, han avanzado en incluir como agravante la orientación sexual o la identidad de género en ciertos delitos, esto no es homogéneo ni suficiente. No existe una ley general que obligue a todas las fiscalías del país a investigar con perspectiva de orientación sexual e identidad de género, ni que imponga protocolos uniformes para atender estos casos. Esta fragmentación legal se traduce en impunidad. De acuerdo con datos de organizaciones civiles como Letra S y el Observatorio Nacional de Crímenes de Odio contra personas LGBT, más del 90% de estos delitos no se resuelven y ni siquiera se investigan como crímenes de odio.
La impunidad se refuerza por la falta de capacitación del personal de procuración de justicia. Desde el momento en que se levanta el acta, las víctimas suelen enfrentar una doble agresión: la de sus agresores y la de las autoridades que minimizan, se burlan o ignoran el contexto de discriminación que rodea el hecho. Es común que los crímenes contra personas LGBT+ se clasifiquen como “crímenes pasionales”, una categoría obsoleta y profundamente estigmatizante que reduce la violencia homofóbica o transfóbica a un drama sentimental, ocultando su raíz estructural. Esta narrativa penaliza el deseo homosexual como algo caótico, irracional o peligroso, en lugar de abordar el crimen como una expresión de odio sistemático.
Mujeres trans: las víctimas más expuestas
El caso de las mujeres trans es especialmente alarmante. En México, ser una mujer trans representa uno de los mayores factores de riesgo para ser asesinada. La mayoría vive en contextos de exclusión extrema, sin acceso a empleo formal, salud digna o reconocimiento legal de su identidad. Muchas recurren al trabajo sexual como única forma de subsistencia, lo que las coloca en una situación de vulnerabilidad frente a clientes, policías y autoridades.Y cuando alguien las asesina, el sistema las revictimiza: niega reconocer su identidad de género, las trata como ‘hombres disfrazados’ en las actas y desestima los crímenes como producto de ‘ajustes de cuentas’, sin investigar el componente de odio.
Derechos humanos internacionales: un estándar que México que aún no cumple
A nivel internacional, organismos como la Corte Interamericana de Derechos Humanos han establecido estándares claros sobre la obligación de los Estados de prevenir, investigar, sancionar y reparar los crímenes motivados por prejuicio. En el caso Atala Riffo vs. Chile, por ejemplo, se estableció que los Estados deben garantizar que ninguna persona sea discriminada por su orientación sexual. En México, sin embargo, estos principios han sido incorporados solo de manera fragmentaria. La Suprema Corte ha avanzado en el reconocimiento del matrimonio igualitario y la identidad de género, pero el sistema penal sigue siendo una de las esferas más rezagadas en materia de derechos LGBT+.
Combatir los crímenes de odio requiere una transformación profunda del aparato penal. No basta con castigar a los responsables después del hecho. Se necesita prevenir desde la educación, sensibilizar a jueces, policías y fiscales, y sobre todo, construir un marco legal que reconozca la existencia de estas violencias específicas y las sancione con proporcionalidad y justicia. La tipificación de los crímenes de odio debe ser clara, obligatoria a nivel nacional, y acompañarse de mecanismos de monitoreo y transparencia que permitan saber cuántos casos se investigan, cómo se sancionan y qué medidas se toman para evitar que se repitan.
Sin datos oficiales no hay justicia posible
También es fundamental construir registros oficiales con enfoque LGBT+. Actualmente, el Estado mexicano no cuenta con estadísticas confiables sobre la violencia contra esta comunidad. La mayoría de los datos provienen de organizaciones civiles, lo que refleja el abandono institucional y la falta de voluntad política para atender el problema. Sin datos, no hay políticas públicas efectivas. Y sin políticas, la violencia se repite y se naturaliza.
Los crímenes de odio no son accidentes ni excesos individuales: son síntomas de una estructura social que legitima la violencia contra lo diverso. Mientras el sistema penal no asuma su responsabilidad en este fenómeno, mientras no se construya una justicia con perspectiva de género y diversidad sexual, el mensaje seguirá siendo el mismo: las vidas LGBT+ valen menos. En un país donde se asesina a una persona por su orientación sexual o identidad de género casi cada tres días, guardar silencio también es una forma de complicidad. La justicia no puede ser selectiva. O protege a todas las personas por igual, o deja de ser justicia.