
El 27 de agosto de 2025, la ciudad de Minneapolis fue sacudida por una situación trágica: Robin Westman, una exalumna transgénero de 23 años irrumpió durante una misa escolar en la Iglesia de la Anunciación y abrió fuego contra niños y docentes, matando a 2 menores e hiriendo a 17 personas antes de quitarse la vida. El hecho de que la agresora fuera una mujer trans —con presuntos agravios contra la Iglesia católica y mensajes contra Donald Trump en sus armas— introdujo un elemento ideológico peculiar, distinto al patrón más habitual de los extremistas de ultraderecha. De inmediato, analistas y medios compararon este caso con otros atentados de “lobos solitarios” ocurridos en la última década, particularmente los protagonizados por Anders Behring Breivik en Noruega (2011) y Brenton Tarrant en Nueva Zelanda (2019). Ambos fueron terroristas ultranacionalistas de extrema derecha que perpetraron matanzas masivas en nombre de ideologías xenófobas (Breivik contra el multiculturalismo; Tarrant contra los musulmanes). En cambio, Westman —aunque sin un manifiesto estructurado— parecía canalizar un odio de signo opuesto, apuntando contra símbolos del conservadurismo (una iglesia, el nombre de Trump) en lo que podría interpretarse como un caso de extremismo de izquierdas o, al menos, motivado por agravios personales alineados con la guerra cultural.
¿Qué pueden tener en común un fanático ultraderechista noruego, un supremacista blanco australiano y una joven trans estadounidense consumida por la rabia? A primera vista, sus perfiles ideológicos no podrían ser más distintos. Sin embargo, los tres se convirtieron en lobos solitarios: individuos que, actuando por cuenta propia, planificaron y ejecutaron actos terroristas de extrema violencia. Este artículo de opinión plantea un análisis crítico y comparativo de estos tres casos paradigmáticos —Breivik, Tarrant y Westman— explorando sus modus operandi, las narrativas e ideas que abrazaron, las motivaciones y objetivos que los llevaron a matar, y los factores de riesgo que facilitaron su radicalización. A partir de ello, reflexionaremos sobre la tendencia general de los lobos solitarios en el panorama contemporáneo y qué patrones comunes emergen más allá de las etiquetas ideológicas tradicionales. ¿Estamos ante una nueva oleada de terrorismo individual —una suerte de quinta oleada en la teoría de Rapoport— marcada por la convergencia de odio, internet y patologías personales? ¿Cómo debe la sociedad interpretar y enfrentar este fenómeno ambiguo donde los extremos se tocan?
De Oslo a Christchurch y Minneapolis: ideologías opuestas, tácticas similares
Los casos de Breivik, Tarrant y Westman muestran que los lobos solitarios no son un fenómeno homogéneo en lo ideológico, pero sí comparten ciertas constantes en su forma de actuar. Breivik, un noruego de 32 años vinculado a la ultraderecha eurofóbica, y Tarrant, un australiano de 28 años alineado con el supremacismo blanco, representan al típico terrorista individual de extrema derecha que dominó muchos titulares de la década de 2010. Sus objetivos fueron colectivos a los que demonizaban abiertamente: en 2011, Breivik atacó al gobierno laborista noruego y a sus juventudes (a quienes culpaba de promover el multiculturalismo y la “islamización” de Europa); en 2019, Tarrant atacó comunidades musulmanas inmigrantes, encarnación para él de la supuesta invasión extranjera en Occidente.
Robin Westman, por el contrario, no encaja en la ultraderecha. Era una persona transgénero que, según las evidencias, dirigió su furia contra una institución religiosa (la iglesia/colegio donde se crió) y manifestó odio hacia un líder político conservador (Donald Trump). Esto sugiere más bien una orientación de extrema izquierda nihilista o, al menos, un deseo de venganza contra símbolos del conservadurismo que Westman percibía como opresivos. Su caso recuerda, por ejemplo, al atentado de 2017 en EE. UU. donde un tirador de izquierdas intentó asesinar a congresistas republicanos en un campo de béisbol, o a ciertos ataques anticlericales violentos. No obstante, es importante matizar que Westman carecía de un programa político articulado: su “ideología” era caótica y personal, combinando agravios íntimos con retazos de discurso radical de internet. A diferencia de Breivik y Tarrant —cuyas acciones se inscriben claramente en corrientes ideológicas definidas (anti-Islam, racismo), la violencia de Westman parece nacer de una mezcla idiosincrática de dolor personal y adoctrinamiento difuso. ¿Significa esto que su caso es totalmente distinto? En lo fundamental no, ya que el método y la dinámica de radicalización de Westman guardan inquietantes semejanzas con las de Breivik y Tarrant, lo que confirma que el fenómeno del lobo solitario trasciende las etiquetas políticas.
Veamos primero el modus operandi. Los tres atacantes planificaron sus actos en soledad y con meticulosidad, escogiendo blancos “blandos” y momentos estratégicos para causar el máximo daño:
• Breivik preparó durante años un doble atentado: fabricó una bomba de casi una tonelada de fertilizante que hizo estallar en Oslo (buscando distraer a la policía) y luego se dirigió armado a Utøya, donde masacró jóvenes reunidos en un campamento. Usó un rifle semiautomático Ruger y una pistola Glock, y se disfrazó de policía para ganarse la confianza inicial de sus víctimas. Su ataque duró alrededor de 75 minutos hasta que fue detenido. No intentó suicidarse; por el contrario, se rindió para poder difundir su mensaje en el juicio.
• Tarrant compró legalmente varias armas semiautomáticas (tipo AR-15, escopetas) tras obtener licencia de armas en Nueva Zelanda. El día del ataque, montó una cámara en su casco y fue a la mezquita Al Noor durante la oración del viernes, cuando estaría llena. Abrió fuego indiscriminado, luego condujo hasta una segunda mezquita y continuó el tiroteo. Tenía planeado seguir hacia un tercer objetivo, pero fue interceptado y detenido vivo por la policía. Todo su asalto inicial en la primera mezquita fue transmitido en directo por Facebook Live, mostrando un escalofriante nivel de frialdad y cálculo mediático.
• Westman adquirió en pocas semanas un arsenal de tres armas: rifle semiautomático estilo AR-15, escopeta calibre 12 y pistola 9 mm. También fabricó artefactos incendiarios caseros. Escogió para atentar la misa inaugural de curso en su antigua escuela católica, sabiendo que la iglesia estaría llena de niños, maestros y padres en ese momento. Inició el tiroteo desde fuera, disparando a través de las ventanas, y trató de impedir la huida de las víctimas disparando a las puertas. Su masacre, afortunadamente, duró solo unos minutos: la rápida reacción de los presentes y la llegada de la policía la pusieron en fuga dentro del templo, donde finalmente se suicidó de un disparo. Westman, a diferencia de los otros, no pretendía sobrevivir; su acción asumía desde el inicio un cariz suicida.
En los tres casos, la táctica de ataque directo contra civiles indefensos demuestra que estos lobos solitarios compartían la voluntad de generar terror y alta mortalidad en un solo golpe sorpresivo. Actuar solos les dio una ventaja táctica: al no tener cómplices ni comunicaciones previas, pasaron desapercibidos para las agencias de seguridad hasta el momento mismo del atentado. Como apuntan expertos, estos individuos suelen “evitar los canales de comunicación tradicionales que las agencias monitorean”, lo que dificulta enormemente detectarlos a tiempo. Breivik, Tarrant y Westman se movieron “bajo el radar” hasta que fue demasiado tarde. Aquí ya asoma un factor común crítico: la soledad operativa como arma y escudo, característica distintiva del terrorismo individual contemporáneo.
Narrativas extremistas: de manifiestos detallados a vídeos delirantes
Otra dimensión importante es la narrativa ideológica que estos lobos solitarios construyen para justificarse y propagarse. La comunicación de sus “ideas” —sea mediante manifiestos escritos, vídeos, símbolos o consignas— revela tanto sus motivaciones profundas como su deseo de trascender más allá del acto violento en sí. Sin embargo, también en esto encontramos contrastes notables entre Breivik/Tarrant y Westman, en línea con sus diferentes entornos ideológicos.
Breivik, fiel al molde del terrorista político clásico, elaboró un extenso manifiesto de 1.518 páginas titulado “2083: Una Declaración de Independencia Europea”. Lo distribuyó por email a cientos de contactos horas antes del atentado. En esa voluminosidad casi obsesiva, plagió y compiló textos de ideólogos ultraderechistas europeos, intercalando sus reflexiones. Básicamente, proclamaba una guerra santa contra el multiculturalismo y el Islam en Europa, llamando a expulsar a los musulmanes y ejecutar a quienes él consideraba “traidores” progresistas. Incluso grabó un vídeo propagandístico con imágenes de cruzados y citas antiislámicas que subió a YouTube el día del ataque. Breivik quería asegurarse de que su masacre tuviera un significado histórico: verse a sí mismo como el iniciador de una rebelión continental. Es escalofriante, pero en su lógica retorcida matar era solo la mitad del plan; la otra mitad era difundir su ideario para inspirar a otros. De hecho, durante el juicio se mostró orgulloso y declaró que lamentaba “no haber matado a más”, dejando claro que buscaba ser aclamado como líder por una supuesta resistencia patriótica.
Tarrant siguió un patrón similar adaptado a la era de las redes sociales. Publicó en foros de internet (8chan) un manifiesto de 74 páginas llamado “El Gran Reemplazo”, nombre tomado de una teoría conspirativa francesa que alega que las élites están sustituyendo poblaciones blancas por inmigrantes. En tono de preguntas y respuestas, Tarrant expuso su odio a los musulmanes y justificó su inminente ataque como “venganza” por atentados islamistas en Occidente. Su manifiesto era menos erudito que el de Breivik pero más orientado a internet: lleno de memes, jerga de extrema derecha online y referencias para iniciados (incluso incluyó chistes cínicos junto a pasajes violentos). Además, Tarrant llevó la propaganda un paso más allá con la transmisión en directo: convirtió su ataque en Christchurch en un macabro espectáculo digital, filmando mientras disparaba. Las imágenes se propagaron rápidamente por la red —pese a los esfuerzos por bloquearlas— y cumplieron su objetivo de aterrorizar e inspirar imitadores. No es casual que en su manifiesto Tarrant mencionara expresamente a Breivik como fuente de inspiración; de hecho, Breivik es idolatrado en ciertos rincones oscuros de internet como 4chan/8chan. Vemos así una línea de continuidad: Breivik influye en Tarrant, Tarrant influyó a su vez en otros (varios terroristas posteriores han citado a Tarrant). Es una suerte de “tradición” de lobos solitarios de ultraderecha que se pasan la antorcha del odio mediante manifiestos y vídeos virales, a falta de organizaciones formales que los conecten.
¿Y Westman? En este aspecto, su caso es más caótico, reflejo de su perturbación mental, pero no por ello carente de intención comunicativa. Westman no dejó un manifiesto escrito sistemático ni envió mensajes a medios, pero documentó en vídeos su derrotero hacia la violencia. En su canal de YouTube publicó una serie de vídeos a modo de diario personal en los que hablaba abiertamente de sus planes de matar niños, exhibía sus armas y explosivos caseros, e incluso mostraba dibujos del interior de la iglesia que planeaba atacar. Horas antes del tiroteo, subió un último vídeo donde aparecía blandiendo un cuaderno con notas que pretendían ser un manifiesto improvisado, al tiempo que enseñaba las inscripciones que había hecho sobre sus armas: en una, la frase “Maten a Donald Trump”, y en otra, la escalofriante confesión “Soy un terrorista” escrita en ruso. Estos mensajes pintados ―sumados a su acto en sí― conforman la narrativa de Westman: una miscelánea de odio personal (venganza “por los niños” que ella misma iba a asesinar, lo cual sugiere un retorcido sarcasmo o un sentido de sacrílego) y referencias políticas extremistas (odio a Trump, autopercibirse como terrorista revolucionaria). Es decir, Westman absorbió elementos discursivos de corrientes violentas (anti-Trump de la extrema izquierda, retórica antifascista anticlerical, etc.) pero no logró articularlos en una ideología coherente; más bien los usó como justificación ex post de un impulso destructivo nacido del dolor y la alienación personal. En sus vídeos se la ve inestable, a ratos furiosa y a ratos casi celebrando la infamia que va a cometer. A diferencia de Breivik y Tarrant, que redactaron sus textos con frialdad lógica, Westman expresa su narrativa de forma visceral y desordenada. No buscó adeptos ni seguidores —ella sabía que moriría en su acto—, pero sí quiso dejar claro el porqué bajo su propia óptica delirante. Sus vídeos son ese testimonio: la última llamada de atención de alguien que se sentía en guerra contra el mundo.
En resumen, los tres casos muestran y definen que la propaganda del lobo solitario puede adoptar formas diversas. Desde manifiestos doctrinales hasta vídeos-suicidas, el terrorista individual contemporáneo suele intentar controlar su relato. Quiere explicar sus motivos, ya sea para ganar simpatizantes o para asegurarse de que la sociedad comprenda su “mensaje”. Estamos ante terroristas que son a la vez perpetradores y comunicadores. Saben que en la era digital, matar no basta; necesitan ponerle palabras e imágenes a su masacre para amplificar su impacto. Paradójicamente, esta necesidad de expresarse a veces puede ser una oportunidad de prevención: los vídeos de Westman, por ejemplo, eran una alerta temprana de lo que iba a hacer, lamentablemente ignorada. ¿Podemos aprender a detectar a tiempo estas señales en el denso ruido de internet? Esa es una pregunta abierta que autoridades y sociedad deben plantearse seriamente.
Objetivos y motivos: del enemigo imaginado al agravio personal
Una de las diferencias más notables entre Breivik/Tarrant y Westman radica en la selección de objetivos y las motivaciones declaradas. Esto está íntimamente ligado a sus ideologías (claras o difusas) y arroja luz sobre qué creían estar atacando realmente estos individuos.
Breivik eligió como blancos al gobierno de su país y a jóvenes militantes de un partido. Su objetivo era doble: golpear al poder político (bomba en edificios gubernamentales de Oslo) y eliminar a quienes veía como “traidores” responsables del multiculturalismo (tiroteo a jóvenes socialdemócratas en Utøya). En su visión delirante, esas víctimas no eran inocentes sino parte de una maquinaria que, según él, estaba destruyendo Noruega al permitir la inmigración musulmana. Breivik estaba impulsado por un odio ideológico hacia un enemigo colectivo bien definido: el Islam y sus cómplices locales. Sin embargo, curiosamente no atacó directamente a musulmanes (no fue a una mezquita, por ejemplo), sino a compatriotas “contaminados” por ideas progresistas. Esto se debió probablemente a que quería castigar al aparato facilitador (el Partido Laborista, en el poder) para frenar el proceso que detestaba. Sus motivos combinaban, por tanto, fanatismo xenófobo (odio al diferente) con resentimiento político (odio al establishment liberal). No había nada personal en las víctimas (él no las conocía individualmente, salvo quizá a alguna figura del gobierno), eran símbolos de aquello que él había llegado a aborrecer. Breivik buscó que su masacre enviara un mensaje escalofriante: “Esto les pasará a los traidores”. Quiso desatar el terror para forzar un cambio de rumbo en la nación, o al menos inspirar a otros ultranacionalistas a levantarse.
Tarrant, de manera congruente con su supremacismo global, escogió víctimas exclusivamente por su pertenencia a un grupo étnico-religioso: musulmanes. A diferencia de Breivik, Tarrant sí atacó directamente al “otro” percibido: hombres, mujeres y niños de la fe islámica, elegidos justamente porque encarnaban la presencia que él aborrecía en suelo occidental. Sus motivos eran abiertamente racistas y islamófobos. En su manifiesto, cita como detonante personal el haber viajado por Europa y enfurecerse al ver ciudades “invadidas” por inmigrantes, además de querer vengar atentados yihadistas ocurridos en Europa (menciona, por ejemplo, el ataque al mercado navideño de Berlín 2016 y al metro de Estocolmo 2017). Así pues, su masacre en Christchurch la justifica como venganza y prevención a la vez: venganza por los occidentales muertos a manos de islamistas, y supuestamente prevención del “reemplazo” demográfico blanco. Obviamente, sus víctimas en Nueva Zelanda nada tenían que ver con ataques en Europa, pero la lógica terrorista no distingue individuos: para Tarrant, matar musulmanes al azar era golpear al Islam en su conjunto. Este pensamiento de culpabilidad colectiva es típico del extremismo: deshumaniza a la víctima viéndola solo como parte intercambiable de un enemigo amplio. En suma, Tarrant tenía una motivación principalmente ideológica (racismo) alimentada por un sentimiento de urgencia casi apocalíptico (“nos reemplazan, debemos actuar ya”). No parece haber tenido agravios personales directos con la comunidad que atacó; de hecho, ni siquiera era neozelandés, viajó allí porque era un lugar inesperado, lo que subraya su afán propagandístico global.
Westman nos presenta un contraste marcado: sus objetivos formaban parte de su propio círculo vital. Atacó la iglesia y escuela donde ella misma se educó, asesinando a niños que bien podrían haber sido como ella años atrás. A diferencia de los anteriores, sus víctimas sí eran inocentes incluso bajo la lógica del agresor: Westman no tenía más “justificación” ideológica que un odio genérico a la Iglesia católica y quizá un deseo de hacer daño a una comunidad local que asociaba con su propio sufrimiento. Esto apunta a motivaciones fuertemente personales. No sabemos todo lo que vivió Westman en esa escuela, pero es plausible que sufriera rechazo, incomprensión o traumas (imaginemos, por ejemplo, que hubiera sufrido bullying o abuso, o simplemente el conflicto de ser trans en un ambiente católico). Su madre trabajó años en ese colegio, lo que sugiere que Westman tenía vínculos emocionales complejos con el lugar. Su ataque se parece más a una venganza escolar (como Columbine u otros shootings) que a un acto terrorista clásico, pero los elementos ideológicos que añadió (el tinte anticatólico y anti-Trump) lo elevan a la categoría de terrorismo en la definición, porque buscaba aterrorizar a un grupo por quiénes eran (católicos, conservadores). Podemos conjeturar que Westman veía a la Iglesia como símbolo de valores reaccionarios que habrían contribuido a su marginalización como persona trans; en ese sentido, politizó su resentimiento personal. Cuando escribió “Por los niños” en el arma, tal vez estaba siendo irónica: puede que en su mente retorcida creyera estar vengando a niños víctimas de abusos clericales o algo así —una especulación—, o sencillamente fue un gesto sardónico sin más. Lo cierto es que no reivindicó explícitamente ninguna causa altruista; más bien su motivación parecía ser castigar y destruir aquello que le producía dolor. Es notable y estremecedor que su furia apuntara a seres tan vulnerables como niños y maestros que seguramente ni siquiera la recordaban. Esto indica un grado de despersonalización extrema del prójimo: similar en efecto al de Breivik y Tarrant, pero logrado a través de una espiral de odio muy personal. Westman convirtió a su propia comunidad en el enemigo, algo relativamente inusual pues la mayoría de terroristas eligen como blanco a un “otro” claramente distinto a ellos, no a su gente próxima.
Factores de riesgo en la radicalización individual: el caldo de cultivo del lobo solitario
Llegamos a una pregunta clave: ¿Qué hace que personas con trayectorias, contextos y hasta ideologías tan dispares terminen convergiendo en la violencia extrema de forma individual? Al analizar casos de lobos solitarios, aparecen una serie de factores de riesgo recurrentes que actúan como catalizadores en el proceso de radicalización. Identificarlos no es excusar a los perpetradores, sino entender las condiciones que posibilitan que surjan más como ellos. Entre estos factores destacan: la salud mental vulnerable, el aislamiento social, la exposición a propaganda violenta en internet y los agravios personales o identitarios.
Si bien las condenas judiciales declararon plenamente cuerdos tanto a Breivik como a Tarrant, muchos especialistas señalan que sus personalidades tenían rasgos psicopáticos o trastornados. Breivik, por ejemplo, fue evaluado por equipos psiquiátricos: uno lo diagnosticó con esquizofrenia paranoide, aunque otro lo contradijo. Finalmente, se le consideró no psicótico sino extremadamente narcisista y fanático. Tarrant no alegó jamás estar enfermo, pero su frialdad y desapego afectivo denotan también una personalidad posiblemente psicopática. En ambos, la ausencia de empatía es evidente: asesinaron a decenas de personas sin sombra de remordimiento. En Westman, por otro lado, la dimensión mental es más explícita: su conducta previa apunta a una crisis psicológica severa (pensamientos suicidas, fantasías homicidas obsesivas, comportamiento errático). Es muy probable que sufriera depresión profunda, quizá un trastorno de personalidad límite o incluso brotes psicóticos transitorios; habrá que ver qué revelan los expedientes médicos, si los hay. Lo cierto es que su percepción de la realidad estaba sumamente distorsionada. Aquí vemos un espectro: desde el fanático frío (Breivik/Tarrant) hasta la desesperada desquiciada (Westman), pero todos con desequilibrios emocionales que los hicieron proclives a la violencia. Un individuo mentalmente estable difícilmente abrace la idea de masacrar inocentes. ¿Significa esto que la enfermedad mental causa terrorismo? No directamente, y es importante no estigmatizar: millones de personas padecen trastornos y no cometerán violencia. Sin embargo, en combinación con otros factores, una mente inestable puede volverse extremadamente peligrosa. Los lobos solitarios suelen tener ego frágil pero sentido de misión grandioso, un cóctel psicológico perverso: se sienten fracasados o humillados personalmente, pero reinventan su identidad como “guerreros” o “vengadores” de algo mayor, lo cual les da una misión que justifica cualquier atrocidad. Como citan algunos estudios, aunque no todos los radicalizados tienen trastornos psiquiátricos, muchos comparten patrones de vulnerabilidad psicológica (necesidad de reconocimiento, pensamiento simplista de amigo/enemigo, experiencias de trauma).
Ninguno de los tres tenía una red sólida de apoyo social en el periodo previo a sus ataques. Breivik se apartó de amigos y familia, vivió con su madre hasta poco antes del atentado y se mudó a una granja aislada para fabricar la bomba. Tarrant andaba prácticamente de trotamundos, desconectado de lazos familiares (tras la muerte de su padre) y sin amistades significativas; su “familia” se volvió la comunidad virtual de extrema derecha. Westman, por su parte, estaba desempleada, con pocos o ningún amigo conocido, y había perdido lazos incluso con su familia (su madre se mudó y vendió la casa familiar antes de 2025). Este vacío social es terreno fértil para la radicalización: en ausencia de contrapesos reales —nadie cercano que confronte sus ideas, ni afectos que le anclen a la empatía— el individuo se hunde en su propia burbuja. Además, la soledad refuerza la sensación de no tener nada que perder. Muchos lobos solitarios expresan en sus manifiestos un sentimiento de vacío, de que sus vidas no tenían sentido hasta que “descubrieron” la causa. Irónicamente, encontrar una causa violenta les da un perverso sentido de comunidad (imaginan que ahora pertenecen al grupo de los guerreros, aunque actúen solos físicamente). La sociedad contemporánea, con fenómenos como la atomización urbana, la crisis de salud mental juvenil y la desconexión comunitaria, parece ofrecer un caldo de cultivo para que más personas caigan en este aislamiento radical. ¿Estamos fallando en detectar y reintegrar a estos individuos solitarios antes de que sea tarde? Probablemente sí: maestros, vecinos, médicos, familiares –todos podríamos estar más atentos a aquellos que se aíslan y muestran conductas de odio o desesperanza.
Ya lo insinuamos, pero vale enfatizar, que ninguno de estos lobos solitarios se radicalizó sin ayuda de contenidos en línea. Internet fue su campo de adoctrinamiento. Breivik devoró foros y textos antiislámicos, que sin la proliferación en línea de ese discurso ultranacionalista transeuropeo (blogs como Gates of Vienna, documentos como “Eurabia”), quizá no hubiera cristalizado su ideario. Tarrant directamente se formó en las profundidades de imageboards racistas, donde se comparten memes islamófobos, se alaba a Hitler o a Breivik, y se forma una subcultura que glorifica la violencia como cruzada racial. Westman, si bien su navegación específica es menos conocida, claramente consumió material radical: el uso de ruso en sus escritos y su admiración aparente por “terroristas” sugieren que anduvo mirando videos de guerrillas o de otros tiradores masivos (posiblemente siguió la ola de notoriedad que recibió otro tirador trans en 2023 en Nashville, o se metió en canales anti-religión). Internet no “crea” a estos monstruos de la nada, pero facilita enormemente que sus demonios internos encuentren una narrativa que los legitime. Antes de la era digital, alguien como Breivik habría estado bastante solo con sus fantasías; hoy, puede hallar en Google un sinfín de documentos que confirman sus prejuicios y le dan un marco pseudo-intelectual. Igualmente, Tarrant puede ver en tiempo real propaganda yihadista y convencerse de que hay una guerra global en la que él debe contraatacar, o Westman puede hallar foros donde otros marginados destilan odio. Además, las redes permiten la imitación: los lobos solitarios a menudo se inspiran unos en otros viendo sus “logros”. Esa suerte de efecto emulación es potenciado por la difusión viral de manifiestos y videos. ¿Cómo contrarrestar esto? Es difícil censurar internet sin recortar libertades, pero sí se pueden hacer esfuerzos mayores para retirar contenidos manifiestamente violentos (como los videos de Westman hablando de matar, que debieron encender alarmas en plataformas) y, sobre todo, inundar la esfera pública con contranarrativas que desmonten las falacias extremistas. También la inteligencia puede infiltrarse en esos foros oscuros para vigilar señales de preparativos (de hecho, tras Christchurch, 8chan fue cerrado temporalmente por el clamor público, aunque reemergió).
Cada terrorista solitario suele tener una historia de agravio que da chispa emocional a su radicalización. Breivik sentía que su país y su propia vida (fracasó en negocios, no tuvo pareja) estaban arruinados por culpa de las políticas progresistas; convirtió su sentimiento de inferioridad en odio hacia las élites y los inmigrantes. Tarrant, tras la muerte de su padre y sin perspectivas claras, buscó significado en una causa y encontró en el ultranacionalismo una épica en la que volcar su rabia difusa. Westman, con su identidad trans sufrida, quizá acarreaba traumas (rechazo social, disforia, etc.) e identificó a la Iglesia y la derecha como enemigos que la invalidaban. En todos, hay un componente de identidad herida, para Breivik la identidad nacional, Tarrant la identidad racial, Westman su identidad personal. Esa herida sangra resentimiento y pide culpables. Cuando la ideología viene a ofrecer un culpable (los musulmanes, los progresistas, los católicos homófobos, etc.), el individuo encuentra a quién culpar de su dolor. Este factor es fundamental porque humaniza, en el sentido de que muestra que estos extremistas no nacieron odiando abstractamente: primero sufrieron algo (en percepción o realidad) y luego volcaron ese sufrimiento en odio externo. Por supuesto, millones de personas sufren agravios o injusticias sin volverse terroristas; la diferencia está en cómo cada uno procesa ese dolor y si encuentra salidas saludables o tóxicas. Aquí de nuevo entran en juego los factores previos: salud mental (resiliencia o vulnerabilidad), aislamiento (tener apoyo o estar solo) e influencia externa (qué narrativas tienes a mano para explicar tu dolor). Un Breivik más equilibrado mentalmente y menos expuesto a propaganda tal vez habría buscado un partido político para canalizar su enfado en lugar de una bomba; una Westman con apoyo psicológico y aceptación social tal vez habría enfrentado sus demonios sin hacer daño a nadie. Entender los agravios subyacentes no justifica sus actos, pero sí señala puntos de intervención: por ejemplo, atender la salud mental de jóvenes trans puede no solo salvar sus vidas sino evitar que alguno llegue a extremos violentos; o combatir la desigualdad y la sensación de “reemplazo” puede quitarle combustible narrativo a la ultraderecha.
En conjunto, estos factores dibujan el perfil de un lobo solitario en gestación: alguien psicológicamente frágil o trastornado, socialmente aislado, que abraza una narrativa violenta online para dar sentido a sus frustraciones, y que identifica a un blanco (persona, grupo o institución) al que responsabiliza de su situación, alimentando así un odio letal. Cuando todas esas piezas encajan, el riesgo de ataque se dispara. Hoy se estima que en Occidente, hasta un 90% de los atentados terroristas mortales de los últimos años han sido cometidos por actores solitarios. Esto es abrumador: significa que el “perfil de riesgo” típico ya no es el miembro de una célula extremista extranjera, sino el vecino antisocial y resentido que lleva meses encerrado navegando páginas de odio. ¿Qué podemos hacer al respecto? Es una cuestión compleja, pero parte de la respuesta pasa por abordar estos factores: mejorar el acceso a salud mental, fomentar comunidades inclusivas que reduzcan el aislamiento, vigilar la difusión de propaganda extremista, y crear narrativas sociales de resiliencia que apaguen los agravios antes de que se inflamen. En última instancia, implica llegar al individuo antes de que se convierta en lobo solitario.
¿Hacia una quinta oleada del terrorismo?: extremismo individual en el siglo XXI
La teoría clásica de las “cuatro oleadas” del terrorismo, propuesta por David Rapoport, sostiene que el terrorismo moderno ha evolucionado en ciclos impulsados por ideologías dominantes: una primera oleada anarquista a finales del siglo XIX, una segunda anticolonial a mediados del XX, una tercera de izquierda revolucionaria en los 60-70, y una cuarta religiosa (marcada por el islamismo radical) de los 80 en adelante. Muchos expertos se preguntan si estamos entrando en una quinta oleada con características nuevas. ¿Podría el auge de los lobos solitarios indicar el surgimiento de una nueva fase del terrorismo global? Aún es pronto para afirmarlo categóricamente, pero varios indicadores apuntan en esa dirección.
Esta posible quinta oleada no vendría definida por una ideología singular (anarquismo, antiimperialismo, islamismo, etc.), sino por un modus operandi y unas condiciones socioculturales particulares, donde converjan varios factores como: la era de internet, la polarización extrema de la sociedad, y la primacía del individuo sobre la organización. En otras palabras, sería la oleada del terrorismo atomizado. En ella cabrían lobos solitarios de diverso signo ideológico, desde ultraderechistas hasta extremistas de izquierda o simplemente misántropos sin afiliación clara, pero compartiendo todo el hecho de radicalizarse como unidades individuales alimentadas por un ecosistema común: la aldea global de la información (y la desinformación).
Lo común a todos ellos, y en general a la hipotética quinta oleada, es que el individuo reemplaza a la célula organizada. Esto tiene implicaciones enormes como son las estrategias antiterroristas clásicas (infiltrar grupos, rastrear financiamiento internacional, controlar desplazamientos a zonas de guerra) pierden eficacia si la amenaza principal es un vecino resentido que se arma en su garaje. Por otro lado, como ya hemos analizado, el foco pasa a estar tanto en la ideología como en la psicología. En la quinta oleada, la línea que separaba al terrorista político del “loco violento” se difumina: ahora el terrorista puede ser ambas cosas a la vez. Por ello, algunos autores señalan que estamos ante una era en que los factores socio-psicológicos (crisis de identidad, búsqueda de fama, nihilismo, enfermedad mental) son tan determinantes como los factores ideológicos tradicionales.
En efecto, la salud mental podría considerarse un asunto de seguridad nacional. Si una proporción significativa de terroristas solitarios sufre problemas mentales, invertir en sistemas de apoyo psicológico robustos podría ser una medida preventiva de terrorismo, algo impensado en oleadas previas. Asimismo, la polarización social actual (derecha vs izquierda, secularismo vs religión, globalismo vs nativismo) provee un repertorio de mini-ideologías radicales disponibles para que individuos con rencor escojan su “excusa” preferida. La quinta oleada no sería monocolor: sería un mosaico de micro-extremismos, todos potenciados por internet y todos expresados vía individuos o microcélulas familiares en algunos casos. Un día es un neonazi disparando a inmigrantes; otro, un anarquista atacando policías; otro, alguien como Westman atacando una iglesia por odio anticristiano. A primera vista no estaría conectado… pero sí lo está por las dinámicas estructurales que los producen.
Esto supone un reto narrativo también, donde la sociedad y los medios tienden a encasillar inmediatamente los actos violentos según ideología (“ataque islamista”, “crimen de odio racista”, etc.), pero quizás debamos empezar a ver más allá de las etiquetas y reconocer una peligrosa convergencia. Cuando un Breivik y una Westman, opuestos en todo, terminan usando métodos semejantes, significa que comparten algo fundamental: ambos interiorizaron que asesinar inocentes era un camino válido para expresarse y lograr sus fines. Esa normalización de la violencia extrema como vía de autoexpresión es, tal vez, el sello de esta época convulsa. En un mundo hipermediatizado, ser el perpetrador de una masacre garantiza atención, y en la mente retorcida del lobo solitario, la atención equivale a éxito de su “mensaje”. Así, terrorismo y tiroteo masivo se entrelazan (no por nada EE. UU. debate cuándo un “shooting” es “terrorismo doméstico” o no; cada vez la línea es más tenue).
¿Cómo se combate entonces esta posible quinta oleada? No hay respuesta simple. Pero intuitivamente, requiere de un enfoque integral desde monitorizar foros extremistas, cruzar datos de compras de armas/químicos con señales online de radicalización, etc., para identificar lobos solitarios en ciernes sin vulnerar libertades civiles excesivamente. Además, de realizar programas locales que detecten jóvenes aislados o vulnerables, que eduquen en pensamiento crítico para resistir la propaganda online, y redes de diálogo para rebajar la polarización. Y obviamente, invertir en desestigmatizar y facilitar tratamiento a trastornos, ideación suicida, etc., podría literalmente salvar vidas de potenciales víctimas y victimarios. Por ejemplo, ¿y si Westman hubiese recibido apoyo psicológico durante su transición de género en vez de quizás enfrentarlo sola entre prejuicios? Quizá aquellos dos niños seguirían vivos.
En última instancia, si la quinta oleada es la de los individuos, la respuesta también deberá ser individualizada. No vale solo con estrategias geopolíticas o policiales macro; hay que llegar al nivel micro, a la prevención uno a uno. Es un desafío nuevo para las sociedades, acostumbradas a ver al terrorismo como un ente externo organizado. Hoy, el terrorista puede ser nuestro propio conciudadano marginado, criado en nuestra comunidad. Eso nos obliga a mirarnos al espejo como sociedad.
Reflexión final: el espejo oscuro de los lobos solitarios y quizás, el nuestro mismo
Tras explorar estos casos y tendencias, queda una sensación inquietante. ¿Qué nos dicen Breivik, Tarrant, Westman —monstruos de distintas ideologías— sobre nuestra sociedad contemporánea? En el fondo, actúan como un espejo oscuro. Reflejan, distorsionadas y grotescas, las fracturas y sombras de nuestro tiempo. Por un lado, exhiben la deshumanización del otro llevada al extremo: en la mente del terrorista solitario, sus víctimas no son individuos, sino peones intercambiables de un colectivo odiado. Esto nos interpela sobre cómo hablamos del “otro” en la vida cotidiana; cada vez que reducimos a personas a etiquetas (migrante, trans, facha, rojo, etc.), participamos sutilmente en esa deshumanización que, en casos extremos, justifica la violencia. Por otro lado, estos individuos son también producto de dolores no atendidos: soledad, enfermedades mentales, abusos, frustraciones. Su radicalización es un grito terrible de que algo falló en sus entornos: ¿no vieron venir su descenso? ¿no hubo nadie que tendiera una mano? La respuesta social a los lobos solitarios suele ser punitiva (y obviamente, deben rendir cuentas), pero pocas veces hacemos la reflexión previa: ¿Cómo podríamos haberlo evitado?
Existe también una amarga ironía, en la que ideologías opuestas pueden desembocar en iguales atrocidades. El fanático y el resentido, el ultraderechista islamófobo y la trans ultrajada anticlerical, se asemejan en su odio homicida. Esto nos recuerda que el mal extremo no es patrimonio de una causa u otra, sino una posibilidad latente en el ser humano cuando justifica que “el fin justifica los medios” y convierte a otros seres en cifras. Así, la lucha no es solo contra una ideología (racismo, extremismo religioso, transfobia o, en su reverso, extremismo anti-religión), sino contra la propia idea de recurrir al terror.
Al final, no podemos escapar a una reflexión filosófica y ética de un mundo fragmentado, ¿cómo reconstruir un sentido de comunidad que prevenga estas rupturas individuales tan radicales? Tal vez la respuesta pase por recuperar cierta humanidad compartida. Si Breivik hubiera llegado a ver a esos jóvenes de Utøya como “chavales o jóvenes con sueños” en vez de enemigos, no habría apretado el gatillo. Si Tarrant hubiera conocido de cerca a las familias musulmanas de Christchurch, le habría sido más difícil masacrarlas; ningún eslogan racista resiste la cercanía humana real. Si Westman hubiera encontrado aceptación y compasión en vez de rechazo, quizás su odio no habría germinado. Son muchos “quizás”, lo sé, y no pretendo simplificar: al final, cada individuo es responsable de cruzar la línea. Pero la sociedad provee o impide los puentes hacia esa línea. Tampoco no quiero llevarlo a algo personal, pero siempre trato de conocer mi entorno, más allá de identificar factores de riesgo, sino para generar factores de protección. Es decir, nos corresponde entonces, como sociedad, mirar ese espejo oscuro sin parpadear, ni omitirlo. ¿Podemos frenar la próxima tragedia? No hay garantías, pero ignorar las señales sería imperdonable.
En última instancia, el combate contra los lobos solitarios empieza en el corazón de cada comunidad y en la mente de cada uno de nosotros. Implica reafirmar la dignidad de todos los seres humanos, incluso de aquellos con quienes disentimos profundamente, para que nadie llegue a cosificar al otro hasta el punto de apretar un gatillo. Frente a la oscuridad individual que estos terroristas representan, la luz tiene que ser colectiva. Quizá la quinta oleada del terrorismo pueda contrarrestarse con una primera oleada de humanidad —un esfuerzo renovado de empatía, diálogo y solidaridad que ahogue el odio antes de que se arme. Es una reflexión idealista, sí, pero tras contemplar el horror que puede engendrar un solo ser, no parece descabellado concluir que la respuesta debemos construirla entre todos. Cada pequeño acto de comprensión y cada puente tendido en nuestra sociedad son la antítesis del lobo solitario; son, en suma, lo que nos mantiene humanos en tiempos de incertidumbre. ¿Estaremos a la altura de ese desafío? La respuesta a esta pregunta podría definir el rumbo de nuestra convivencia en las próximas décadas. Por el bien de las futuras generaciones, más nos vale que sea afirmativa.
Cristian Rodríguez Jiménez. Criminólogo especializado en Terrorismo y Radicalización Violenta. Analista en Seguridad Física.