La “guerra contra el terrorismo” ha sido una pieza central de la política internacional desde los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos. Este esfuerzo global, liderado por Estados Unidos y sus aliados, ha tenido como objetivo desmantelar redes terroristas y prevenir futuros ataques. Sin embargo, a más de dos décadas de su inicio, es crucial evaluar la efectividad de esta campaña, considerando sus logros, fracasos y las consecuencias no deseadas que ha generado.
La respuesta inicial de Estados Unidos a los ataques del 11 de septiembre fue rápida y decidida. En octubre de 2001, la Operación Libertad Duradera comenzó con la invasión de Afganistán, dirigida a desmantelar al grupo terrorista Al Qaeda y derrocar al régimen talibán que les daba refugio. En 2003, Estados Unidos amplió su enfoque con la invasión de Irak, bajo la premisa de que el régimen de Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva y tenía vínculos con grupos terroristas. Aunque las armas nunca se encontraron, la guerra en Irak se justificó como parte de la lucha global contra el terrorismo.
Uno de los logros más significativos de la “guerra contra el terrorismo” fue la eliminación de Osama bin Laden en 2011, lo que debilitó considerablemente a Al Qaeda. Además, la campaña ha llevado a la captura y eliminación de numerosos líderes terroristas y ha desmantelado múltiples células y redes terroristas en todo el mundo. La intensificación de la seguridad y las operaciones de inteligencia han prevenido muchos ataques que de otro modo podrían haber ocurrido.
Sin embargo, estos logros no cuentan toda la historia. La invasión de Irak y la subsiguiente ocupación desestabilizaron la región, contribuyendo al surgimiento de nuevas formas de terrorismo. El vacío de poder en Irak facilitó el ascenso de grupos extremistas, como el Estado Islámico (ISIS), que capitalizó el descontento sectario y la anarquía para establecer un califato en vastas áreas de Irak y Siria. La brutalidad de ISIS y su capacidad para inspirar ataques a nivel mundial subrayaron las limitaciones de la estrategia militar tradicional en la lucha contra el terrorismo.
El conflicto en Afganistán también refleja una mezcla de logros y fracasos. A pesar de la eliminación de numerosos líderes de Al Qaeda y la inversión masiva en seguridad y desarrollo, Afganistán sigue siendo un país inestable y peligroso. La retirada de las tropas estadounidenses en 2021 y el rápido colapso del gobierno afgano, seguido por el retorno al poder de los talibanes, plantea serias dudas sobre la durabilidad de los logros alcanzados. Muchos afganos, especialmente mujeres y minorías, ahora enfrentan un futuro incierto bajo un régimen conocido por su brutalidad y represión.
Otro aspecto crítico de la “guerra contra el terrorismo” es su impacto en los derechos humanos y las libertades civiles. Las políticas antiterroristas han llevado a la implementación de leyes y prácticas que, en muchos casos, han erosionado derechos fundamentales. La detención indefinida sin juicio en Guantánamo Bay, el uso de la tortura y las técnicas de interrogatorio mejoradas, y la vigilancia masiva a ciudadanos y no ciudadanos son ejemplos de cómo la búsqueda de seguridad ha comprometido los principios democráticos y los derechos humanos.
Además, la “guerra contra el terrorismo” ha tenido un costo humano y económico significativo. Las guerras en Afganistán e Irak han causado la muerte de cientos de miles de personas, incluyendo civiles, y han desplazado a millones. Los costos económicos se cuentan en trillones de dólares, contribuyendo a déficits fiscales y desviando recursos de otras prioridades nacionales e internacionales.
Las repercusiones geopolíticas de la “guerra contra el terrorismo” también son profundas. Las intervenciones militares de Estados Unidos han influido en las dinámicas de poder regionales, a menudo con consecuencias imprevistas. En el Medio Oriente, la inestabilidad ha fortalecido a actores no estatales y ha complicado las relaciones con aliados tradicionales. La intervención en Libia, por ejemplo, aunque derrocó a Muamar el Gadafi, dejó un país fracturado y en caos, proporcionando un terreno fértil para grupos extremistas.
Más allá de las operaciones militares, la “guerra contra el terrorismo” ha tenido que adaptarse a la evolución del terrorismo mismo. Los terroristas han adoptado nuevas tecnologías y tácticas, utilizando internet y las redes sociales para reclutar, radicalizar y coordinar ataques. La descentralización de las organizaciones terroristas significa que las amenazas ahora pueden surgir en cualquier lugar y de manera impredecible. La lucha contra el terrorismo ha tenido que expandirse para incluir la lucha contra la radicalización en línea y la prevención del extremismo violento en las comunidades.
A pesar de los desafíos y las críticas, algunos avances en la cooperación internacional y en la formulación de políticas antiterroristas son dignos de mención. La creación de organismos internacionales y coaliciones para compartir inteligencia y coordinar respuestas ha fortalecido la capacidad global para enfrentar el terrorismo. Los esfuerzos para abordar las raíces del extremismo, como la pobreza y la falta de educación, aunque aún limitados, representan pasos hacia una estrategia más integral y sostenible.
Si bien la guerra contra el terrorismo ha logrado desmantelar estructuras terroristas y prevenir numerosos ataques, también ha generado consecuencias negativas que han complicado la seguridad global y han planteado serios dilemas éticos y legales. La experiencia de las últimas dos décadas destaca la necesidad de un enfoque más matizado y multidimensional en la lucha contra el terrorismo, uno que equilibre la seguridad con los derechos humanos y que aborde las causas subyacentes del extremismo.