El grafiti y el vandalismo en el transporte público son fenómenos que encienden un debate complejo en la Ciudad de México. El grafiti, aunque considerado una expresión artística en ciertos contextos, también es visto como un acto de vandalismo cuando daña infraestructura pública, especialmente en espacios como el transporte, que es utilizado diariamente por millones de personas. Este tipo de conductas ha sido objeto de criminalización y sanción, reflejando la preocupación de las autoridades por mantener un entorno seguro, limpio y funcional para los ciudadanos. Sin embargo, la cuestión de si el derecho penal es el enfoque adecuado para abordar el grafiti y el vandalismo en el transporte público plantea varias interrogantes sobre la efectividad, proporcionalidad y justificación de estas sanciones.
En el transporte público de la Ciudad de México, desde el metro hasta los autobuses y el Metrobús, el grafiti y otros actos de vandalismo son visibles. Los vagones, estaciones, muros y demás infraestructura muestran rastros de inscripciones, pinturas y, en algunos casos, daños materiales severos. Estos actos de intervención en espacios públicos no solo generan gastos millonarios en limpieza y reparación, sino que también afectan la experiencia de los usuarios. La percepción de inseguridad y descuido se incrementa cuando las instalaciones del transporte público están cubiertas de grafitis, roturas y otros daños, lo cual va en detrimento de la calidad de vida urbana.
Para contrarrestar estos problemas, el Código Penal de la Ciudad de México y diversas disposiciones legales tipifican estos actos como delitos. Según las normativas locales, el vandalismo, entendido como el daño o destrucción de bienes públicos, puede sancionarse con multas e incluso con penas privativas de la libertad. El grafiti, cuando es realizado sin permiso en espacios públicos, también puede implicar sanciones penales, especialmente cuando afecta bienes destinados al servicio público. Las autoridades argumentan que estas sanciones son necesarias para disuadir el grafiti y el vandalismo, pues representan un ataque contra el patrimonio colectivo y un problema de orden público.
Sin embargo, la criminalización de estas conductas plantea interrogantes sobre la eficacia de las sanciones penales para prevenir el grafiti y el vandalismo en el transporte público. Por un lado, existe un consenso entre algunos sectores en que sancionar penalmente estas conductas podría ser excesivo y desproporcionado. Para muchos jóvenes y artistas urbanos, el grafiti es una forma de expresión, un medio de comunicación que permite a los individuos plasmar sus ideas, emociones y perspectivas en el espacio público. Penalizar esta actividad puede verse como una limitación de la libertad de expresión y la creatividad, especialmente cuando el grafiti se realiza sin intención de causar daños severos y sin ánimo de lucro. En este sentido, el derecho penal puede ser percibido como una herramienta punitiva que limita el acceso de los jóvenes a formas alternativas de expresión y que no necesariamente aborda las causas de fondo de esta práctica.
Por otro lado, el impacto económico del grafiti y el vandalismo en el transporte público es considerable. Los costos de limpieza y reparación representan una carga importante para el gobierno y, por ende, para los contribuyentes. En la Ciudad de México, el Sistema de Transporte Colectivo (STC) y otras instituciones asignan una parte significativa de su presupuesto a restaurar instalaciones dañadas, lo cual reduce los recursos destinados a mejorar el servicio, aumentar la seguridad o realizar nuevas inversiones en infraestructura. Ante esta realidad, la criminalización de estos actos aparece como una medida razonable para proteger el patrimonio colectivo y optimizar los recursos públicos. Sin embargo, queda la duda de si estas sanciones efectivamente disuaden a quienes realizan grafitis y actos de vandalismo o si, por el contrario, contribuyen a fortalecer una percepción de rebeldía y desafío ante la autoridad.
Además, criminalizar el grafiti y el vandalismo en el transporte público puede tener efectos contraproducentes en el largo plazo. Cuando los jóvenes y artistas son sancionados penalmente por hacer grafiti, su contacto con el sistema penal puede generar estigmatización y dificultar su reintegración social. Las consecuencias legales de tener antecedentes penales afectan sus oportunidades laborales, educativas y personales, y pueden contribuir a una espiral de exclusión y marginalización. Por esta razón, algunos sectores de la sociedad consideran que el enfoque punitivo hacia el grafiti y el vandalismo debería replantearse en favor de medidas menos punitivas, como programas de servicio comunitario, proyectos de restauración de espacios públicos o incluso la creación de espacios autorizados para el grafiti y el arte urbano.
En otras ciudades del mundo, la respuesta al grafiti y el vandalismo en el transporte público ha sido más inclusiva y orientada hacia la regulación en lugar de la prohibición. Por ejemplo, en ciudades como Berlín, Londres y Nueva York, el grafiti es permitido y regulado en áreas específicas, promoviendo así una convivencia más armónica entre el arte urbano y el respeto por la infraestructura pública. En estos casos, los gobiernos locales han encontrado formas de canalizar la creatividad de los artistas urbanos, brindándoles espacios donde puedan expresarse libremente sin dañar la propiedad pública. Esta alternativa no solo reduce los actos de vandalismo en áreas no autorizadas, sino que también promueve la apreciación del grafiti como una forma de expresión artística válida y valiosa.
Si bien la Ciudad de México ha realizado algunos esfuerzos para fomentar el arte urbano en espacios autorizados, la percepción social hacia el grafiti en el transporte público sigue siendo negativa. La falta de una política cultural inclusiva y el enfoque predominantemente punitivo en la regulación de esta actividad dificultan la creación de un ambiente donde el arte urbano sea valorado y respetado, en lugar de ser temido y rechazado. De este modo, la política de criminalización del grafiti en el transporte público no solo responde a la necesidad de proteger el patrimonio colectivo, sino también a una falta de diálogo entre las autoridades y los sectores involucrados, lo cual perpetúa el conflicto en lugar de buscar soluciones sostenibles.