
En México, el sistema penitenciario representa uno de los engranajes más costosos y, a la vez, más ineficientes del aparato estatal. El problema de la reincidencia delictiva —es decir, la vuelta a la criminalidad de personas que ya cumplieron una condena— pone en tela de juicio la eficacia del sistema de justicia penal no solo desde un enfoque legal o social, sino también desde una perspectiva estrictamente económica. ¿Es rentable, en términos de inversión pública, mantener el modelo actual de castigo sin rehabilitación? ¿Qué tan sostenible es un esquema que recicla a los mismos individuos dentro del circuito penitenciario, generando gastos continuos sin retornos tangibles para la sociedad? Esta es una de las interrogantes más apremiantes para la política criminal en México.
El costo de mantener a una persona privada de libertad en una prisión mexicana varía según la entidad federativa, pero los datos oficiales indican que oscila entre los 10,000 y 20,000 pesos mensuales por interno. Esto incluye alimentación, custodia, servicios básicos, atención médica mínima y mantenimiento de las instalaciones. Si se considera que hay más de 220,000 personas privadas de libertad en el país, el gasto anual en el sistema penitenciario supera fácilmente los 20 mil millones de pesos. Este presupuesto, sin embargo, no ha logrado reducir de forma significativa la reincidencia delictiva, lo que plantea la pregunta inevitable: ¿a dónde va ese dinero?
Uno de los principales factores que explican el fracaso económico del sistema penitenciario es la ausencia de programas eficaces de reinserción social. Las prisiones mexicanas, lejos de rehabilitar, se han convertido en espacios de violencia, hacinamiento y control criminal interno. Aunado a ello, una gran proporción de las personas privadas de libertad son jóvenes en edad productiva, muchos de ellos procesados por delitos no violentos o relacionados con el narcomenudeo. En lugar de integrarlos nuevamente a la sociedad con herramientas que les permitan emplearse o emprender, se les encierra en un entorno donde las redes criminales se fortalecen y donde se perfeccionan conductas delictivas.
Reincidencia: pagar por fallar una y otra vez
La consecuencia de esta política punitiva mal enfocada es la reincidencia: según informes del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), más del 40% de las personas liberadas por cumplimiento de condena vuelven a delinquir y son reingresadas al sistema penal en un plazo de cinco años. Esta cifra se traduce en un enorme gasto público repetido por cada individuo reincidente. A nivel económico, esto significa que el Estado paga una y otra vez por fallar. Cada reincidente representa no solo el fracaso de la prisión como correctivo, sino también la pérdida de inversión en su primer encarcelamiento y el costo duplicado que genera su nueva detención, proceso judicial y estancia en prisión.
Si se observa desde una lógica de eficiencia presupuestaria, el sistema penitenciario mexicano actúa como un barril sin fondo. Invertir en encarcelar sin cambiar las condiciones estructurales que llevaron al delito no solo es inmoral, sino financieramente insostenible. Una economía funcional busca reducir sus gastos improductivos; sin embargo, el castigo sin resocialización opera como un gasto fijo que no produce ahorro a futuro. Por el contrario, incrementa la carga fiscal en materia de seguridad pública, justicia penal y mantenimiento de prisiones.
La reinserción no termina al salir de prisión
Otro de los aspectos que agrava el costo de la reincidencia es la falta de seguimiento posterior a la liberación. No existen políticas públicas sólidas para garantizar que quienes egresan de prisión tengan acceso a empleo, vivienda, atención psicológica o formación continua. Esta omisión deja a la mayoría en una posición de extrema vulnerabilidad, donde retornar al delito se convierte en la única alternativa viable. Desde el punto de vista económico, esto no solo afecta a la persona reincidente, sino también a su núcleo familiar, que en muchos casos depende de sus ingresos y debe asumir los costos indirectos del nuevo encarcelamiento: visitas, traslados, trámites legales y, en ocasiones, sobornos para garantizar su seguridad dentro del penal.
El impacto económico de la reincidencia
Las pérdidas económicas derivadas de la reincidencia también afectan al sector privado y a la economía informal. Cada crimen reincidente implica nuevos daños patrimoniales para víctimas, empresas o comercios, así como desincentivos para la inversión en zonas con altos índices delictivos. De igual forma, se reducen las posibilidades de crecimiento económico regional cuando parte de la población activa se encuentra atrapada en ciclos de encarcelamiento y exclusión social.
En este contexto, resulta indispensable reorientar la política penal hacia un modelo de justicia restaurativa y de prevención. Invertir en programas de formación laboral dentro de las cárceles, fomentar alianzas con el sector empresarial para ofrecer empleo digno a exreclusos, y establecer redes de apoyo postpenitenciarias son estrategias que, si bien requieren recursos iniciales, representan una inversión con retorno social y económico a largo plazo. Diversos estudios internacionales demuestran que cada peso invertido en reinserción efectiva puede ahorrar hasta tres pesos en costos futuros asociados a la reincidencia.
México necesita transitar de un sistema penal centrado en el castigo a uno que comprenda la lógica económica de la reinserción. Castigar sin transformar no reduce el delito, solo lo aplaza. Mientras no se rompa el ciclo de la reincidencia, seguiremos destinando miles de millones de pesos a encerrar personas, sin obtener seguridad, desarrollo ni justicia. Más aún, seguiremos pagando con dinero público las consecuencias de una política criminal que, al fallar, se repite a sí misma como un mal negocio: uno que castiga al reo, pero también al contribuyente.