
La fiscalía es una institución clave dentro del sistema de justicia penal. Su función de investigar delitos, formular acusaciones y, en algunos casos, ejercer la acción penal, le confiere un papel determinante para garantizar el acceso a la justicia, la legalidad y los derechos humanos. Sin embargo, en México, las fiscalías estatales y la federal enfrentan una crisis profunda que no se limita a la falta de recursos o a la sobrecarga de trabajo: el verdadero problema es la corrupción estructural que las atraviesa y que compromete de forma grave la imparcialidad, independencia y legitimidad de la justicia penal.
Hablar de corrupción en las fiscalías no es una acusación aislada ni coyuntural. Se trata de un fenómeno sistémico, alimentado por décadas de opacidad, impunidad, ausencia de controles internos efectivos y, sobre todo, por un diseño institucional que permite que el poder político siga influyendo directamente en las decisiones de los fiscales. A pesar de la autonomía que formalmente se reconoce a las fiscalías, en los hechos, siguen actuando muchas veces como brazos jurídicos del poder en turno, como herramientas de presión política o como escudos para proteger intereses de grupos privilegiados.
Uno de los principales rostros de esta corrupción estructural es la fabricación de culpables. En un sistema penal saturado y orientado a las estadísticas, la presión por “resolver” delitos lleva a que se presenten como responsables a personas inocentes, con base en pruebas manipuladas, declaraciones obtenidas bajo tortura o simplemente sembrando evidencia. En muchos casos, estos errores no son producto de la ineptitud, sino de una lógica corrupta que privilegia resultados rápidos y convenientes por encima de la verdad. Las víctimas de esta práctica, además de enfrentar una maquinaria penal injusta, difícilmente logran reparar el daño o lograr justicia real, ya que las mismas fiscalías que cometieron las irregularidades son las encargadas de “investigar” sus propios errores.
Otro mecanismo de corrupción estructural se refleja en la selección de casos que se investigan con celeridad frente a los que se archivan, se ralentizan o simplemente se ignoran. Este fenómeno, conocido como “selectividad penal”, es profundamente corrupto cuando responde a intereses económicos, políticos o personales. Por ejemplo, si una denuncia involucra a una figura poderosa o políticamente cercana al fiscal en turno, es probable que el caso no avance o se desestime por “falta de elementos”. En cambio, si la denuncia proviene de un actor incómodo para el poder, la fiscalía puede actuar con rapidez e incluso con excesos. Esta selectividad arbitraria no solo mina la confianza ciudadana, sino que distorsiona el sentido de justicia y perpetúa un sistema desigual, donde el acceso a la ley depende de quién eres o a quién conoces.
En muchos estados del país, además, las fiscalías están cooptadas por redes internas de corrupción que van desde los niveles más altos hasta operadores de campo. Estas redes pueden implicar el cobro de sobornos para agilizar o detener investigaciones, la extorsión a personas detenidas y sus familias, o el manejo irregular de pruebas y peritajes. Incluso hay casos documentados donde fiscales han sido parte de organizaciones criminales o han protegido activamente a grupos delictivos a cambio de beneficios económicos o políticos. Esta colusión entre fiscales y criminales representa una de las amenazas más graves al Estado de Derecho, ya que convierte a los encargados de impartir justicia en cómplices de la impunidad.
Un aspecto particularmente preocupante es la falta de rendición de cuentas. A diferencia de otras instituciones públicas, las fiscalías en México operan con márgenes amplísimos de discrecionalidad y sin mecanismos efectivos de supervisión ciudadana o institucional. Aunque existen órganos internos de control y visitadurías, en la práctica suelen ser ineficaces o están subordinados jerárquicamente al propio fiscal. Esto significa que, aunque una persona denuncie una mala práctica o una violación de derechos humanos por parte del personal ministerial, es muy poco probable que se investigue a fondo o que se sancione al responsable. Esta impunidad interna genera una cultura organizacional donde la corrupción no solo no se castiga, sino que se reproduce y normaliza.
La autonomía constitucional de las fiscalías, establecida en la reforma de 2014, buscaba justamente combatir estas dinámicas de subordinación política y corrupción. Sin embargo, la implementación ha sido deficiente. En muchos estados, los procesos de designación de fiscales siguen estando marcados por la opacidad, los pactos políticos y la falta de participación ciudadana real. Además, la autonomía se ha entendido erróneamente como un cheque en blanco para actuar sin controles ni transparencia. La verdadera autonomía no puede ser sinónimo de impunidad institucional: debe ir acompañada de mecanismos de evaluación, control democrático, supervisión externa y participación social.
Frente a este panorama, los retos para construir una justicia imparcial en México pasan necesariamente por una reforma profunda de las fiscalías. No basta con cambiar titulares o con aumentar presupuestos. Se requiere una transformación estructural que ataque las causas de fondo de la corrupción: desde la forma en que se selecciona y evalúa al personal, hasta los incentivos perversos que premian la cantidad de carpetas judicializadas por encima de la calidad de las investigaciones. También es urgente fortalecer los controles internos, abrir canales de denuncia eficaces y proteger a quienes denuncian abusos desde dentro del sistema.
Asimismo, es indispensable avanzar en la transparencia activa de las fiscalías. La ciudadanía debe saber cómo se toman las decisiones, qué criterios se usan para priorizar casos, cuántas investigaciones terminan en sanción real y cuántas se archivan sin explicación. Esta información no solo es útil para académicos o periodistas, sino para que cualquier persona pueda ejercer su derecho a exigir cuentas y a confiar en las instituciones de justicia.
La corrupción estructural en las fiscalías no es un problema menor ni aislado: es uno de los principales obstáculos para la construcción de un sistema penal justo, eficaz y respetuoso de los derechos humanos. Mientras las fiscalías sigan siendo espacios opacos, discrecionales y permeados por intereses ajenos a la justicia, será imposible garantizar una justicia imparcial en México.