
La madrugada del 24 de octubre de 2024, un coche bomba explotó frente a la sede de la Secretaría de Seguridad Pública en Acámbaro (Guanajuato, México). La onda expansiva destrozó la fachada del edificio, dañó cuatro casas cercanas y varios vehículos, dejando tres policías heridos (una agente grave, dos con lesiones leves). Apenas unos meses antes, el 7 de junio de 2025, un joven sicario de 15 años se abrió paso entre la multitud de un mitin político en Bogotá y disparó a quemarropa al senador colombiano Miguel Uribe Turbay, hiriéndolo de gravedad en la cabeza. El senador, que también era precandidato presidencial, agonizó más de dos meses y tristemente, falleció el 11 de agosto de 2025 a causa del atentado. Estos dos hechos, ocurridos en países distintos y con motivaciones aparentemente alejadas, comparten un trasfondo alarmante: organizaciones criminales recurriendo a tácticas típicamente terroristas.
Hoy en Latinoamérica, la línea divisoria entre delincuencia organizada y terrorismo se ha vuelto borrosa. Cárteles de la droga, pandillas y megabandas, que tradicionalmente buscaban solo lucro o control territorial, han adoptado métodos de violencia indiscriminada propios de grupos terroristas para infundir miedo y afianzar su poder. Este fenómeno, comúnmente llamado «narcoterrorismo», no es para nada un fenómeno nuevo – basta recordar los coches bomba del Cartel de Medellín en los 80–, pero su intensificación reciente y expansión geográfica resultan preocupantes. Incluso la comunidad internacional ha tomado nota: en febrero de 2025, Estados Unidos designó como terroristas a seis cárteles mexicanos (incluidos Sinaloa y CJNG), junto con la megabanda venezolana Tren de Aragua y la pandilla Mara Salvatrucha (MS-13). Es decir, ocho organizaciones criminales latinoamericanas fueron equiparadas a grupos terroristas. ¿A qué se debe este tipo de acción? Porque sus actos –desde coches bomba hasta magnicidios– trascienden la delincuencia común y siembran terror deliberadamente en la población, logrando efectos coercitivos similares a los del terrorismo. Cabe destacar, que estas organizaciones han descubierto que el terror es un recurso útil, destacando que paraliza comunidades, disuade la acción del Estado y garantiza impunidad en sus feudos criminales mediante la convergencia hacia tácticas terroristas.
Métodos de reclutamiento: de la captación al adoctrinamiento
Para que las organizaciones criminales desplieguen tácticas de terror, necesitan soldados dispuestos a ejecutarlas. El narcoterrorismo latinoamericano se sostiene sobre un reclutamiento sistemático de niños, adolescentes y jóvenes vulnerables que son convertidos en sicarios, extorsionadores o incluso en “kamikazes” involuntarios. Por lo que en estos contextos de pobreza y exclusión, estos grupos delincuenciales explotan la desesperanza de la juventud con una mezcla de engaño, coerción y seducción cultural:
• Engaño y captación digital. Cárteles como el CJNG utilizan redes sociales y ofertas laborales falsas para atraer a jóvenes incautos. Por ejemplo, el “Comandante Lastra”, capturado en 2025, era el reclutador del CJNG en Jalisco: publicaba anuncios prometiendo sueldos altos en ranchos para así engañar a aspirantes que eran llevados a un campamento clandestino de adiestramiento. Allí los incomunicaban y adoctrinaban; si alguien rehusaba colaborar, era brutalmente asesinado como castigo ejemplar.. Muchos de estos reclutas engañados terminaban forzados a unirse a las filas del narco.
• Reclutamiento forzado e intimidación. En zonas controladas por pandillas, la coacción violenta es la norma. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos denunció en 2023 que las maras centroamericanas reclutan niños de apenas 13 a 15 años por la fuerza, bajo amenaza de matar a sus familias si se niegan[5]. Aprovechan incluso la inimputabilidad penal de los menores (que no pueden ser juzgados como adultos) para usarlos en tareas cada vez más violentas[5]. Así, chicos que deberían estar en la escuela acaban convertidos en sicarios juveniles o “halcones” (vigilantes), atrapados en un ciclo de violencia del que es casi imposible escapar.
• Glamurización y creación del sentimiento de pertenencia. Las organizaciones criminales también seducen ofreciendo estatus e identidad. En barrios marginados, muchos jóvenes admiran el poder y riqueza de los líderes criminales locales. La narcocultura –corridos, series de TV, redes sociales– termina glorificando la figura del sicario o del pandillero como alguien “respetado”. Estos grupos se presentan a los jóvenes con factores de vulnerabilidad como una “familia” alternativa, dandoles un sentido de pertenencia que ni el Estado ni la sociedad les han brindado. Con promesas de dinero fácil y “respeto”, reclutan a adolescentes que buscan escapar de la pobreza, aunque la realidad luego sea esclavizarlos y arruinarle sus vidas.
Estos factores de riesgo generan un ejército clandestino de jóvenes encaminados hacia una carrera delictiva. Las historias se repiten de país en país: niños de 12 o 14 años convertidos en asesinos a sueldo, adolescentes que empiezan cobrando extorsiones y terminan fabricando bombas caseras, o chicas enamoradas por un pandillero que acaban de señuelos en atentados. Es decir, esos mismos jóvenes acaban convirtiéndose en víctimas de sus propias acciones. Cabe destacar, que comunidades enteras ven a su juventud desaparecer en las filas del crimen o morir en enfrentamientos, llegando a romper el tejido social. Cabe destacar, que en el caso del senador Uribe Turbay, Colombia descubrió con horror que el atacante era apenas un menor de edad. Igual que ocurre con la radicalización violenta, el paradigma puede acabar siendo muy semejante. Es decir, combatir este reclutamiento criminal requiere no solo acción policial, sino también ofrecer oportunidades reales a la juventud para sacarla del alcance de las mafias.
El recurso al terror indiscriminado: explosivos y masacres
Otra faceta crítica de esta convergencia es la militarización del arsenal criminal. Ya no se trata solo de balaceras entre bandas rivales, ya que los cárteles y pandillas están empleando explosivos de alto poder, armas de guerra e incluso tácticas de campo de batalla para sembrar el terror en la sociedad.
Si destacamos esta última década, los cárteles mexicanos como el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) han incorporado drones explosivos, minas terrestres improvisadas y coches bomba a su repertorio. En el estado de Jalisco, criminales tendieron trampas explosivas para emboscar a fuerzas de seguridad. Un caso que se puede destacar es lo que ocurrió en Tlajomulco de Zúñiga (Jalisco) en julio de 2023, tras una llamada anónima, policías y agentes llegaron a un punto donde fueron recibidos por la detonación simultánea de varios artefactos explosivos, en la que asesinaron a 6 agentes e hirieron a 12. El gobernador Enrique Alfaro describió lo sucedido como un “acto de terror brutal” y reveló que habían usado IEDs (bombas hechizas) e incluso enterrado minas antipersonales en el camino. Algo muy semejante a tácticas que recuerdan más a campos de conflicto en Medio Oriente que a operativos policiales, señal de hasta dónde los narcos han subido el nivel de violencia. Asimismo, en Guanajuato y otros estados, los cárteles reintrodujeron los vehículos bomba, destacando la explosión frente a la comisaría de Acámbaro ya mencionado es prueba de ello, y hubo casos similares con coches incendiados y detonados en ciudades vecinas en 2023-2024. Aunque el gobierno mexicano insistió en no comparar este tipo de acciones con el terrorismo por la ausencia de un “fin político” explícito, en la práctica la población vivió el mismo pánico que provoca el terrorismo tradicional.
Cabe destacar que estos métodos suelen venir acompañados de mensajes de intimidación. Cuando un grupo criminal detona explosivos, casi siempre es para enviar un aviso macabro, ya sea una venganza contra autoridades, un escarmiento por operativos policiales o un intento de controlar territorio infundiendo miedo. Incluso bandas como el Tren de Aragua han amenazado con bombas a jueces y civiles en países donde se expanden, mostrando que la lógica del terror se contagia de grupo en grupo. Todo esto configura un panorama de “narcoterror” regional, en el que los grupos criminales actúan como organizaciones terroristas..
El asesinato del senador Uribe: cuando el narco ataca a la política
El magnicidio de Miguel Uribe Turbay en 2025 conmocionó a Colombia y encendió alertas en toda la región. Uribe Turbay, de 39 años, era un senador activo y aspirante presidencial por el partido Centro Democrático. Su postura era firme contra la inseguridad y la lucha contra la corrupción le había ganado enemigos poderosos. El atentado ocurrió el 7 de junio de 2025 durante un evento barrial de campaña en Bogotá, en medio del público, un adolescente armado le disparó dos veces, hiriéndolo en la cabeza y en una pierna. El joven sicario fue detenido de inmediato, pero el daño ya estaba hecho. Tras cirugías y cuidados intensivos, Uribe falleció el 11 de agosto, convirtiéndose en el primer candidato presidencial asesinado en Colombia desde 1990. Esta acción ha llevado a Colombia a revivir así los fantasmas de la violencia política de finales de los 80, cuando los carteles del narcotráfico eliminaron a tiros a tres candidatos presidenciales en menos de un año. Treinta y cinco años después, la historia parece repetirse.
La investigación del caso Uribe reveló rápidamente un modus operandi e identificando una red de al menos seis personas implicadas en la planificación y ejecución. Entre los capturados figura alias “Chipi”, un veterano delincuente señalado como el coordinador principal que reclutó a los demás cómplices. También fueron detenidos el conductor de la moto que esperaba para la fuga, la persona que suministró el arma (“Gabriela”) y otros dos colaboradores logísticos. El tirador resultó ser un menor apodado “Tianz”, instrumentalizado por esta banda para cometer el crimen. Todo indica a que la banda recibió un pago por encargo para asesinar al senador. Sin embargo, los autores intelectuales y la motivación última siguen sin esclarecerse completamente. Las autoridades sospechan que intereses del narcotráfico podrían estar detrás de este tipo de acciones.
Conclusión
La convergencia de las organizaciones criminales latinoamericanas hacia tácticas terroristas plantea desafíos enormes y multidimensionales. ¿Cómo responder a este narcoterrorismo emergente? En primer lugar, es más que importante nombrar y entender el problema sin eufemismos. Si un cártel hace estallar bombas en una ciudad o una pandilla perpetra masacres de civiles, no hay que dudar en reconocer que estamos ante terrorismo criminal. Las motivaciones económicas no eximen del hecho de que buscan infundir terror para alcanzar sus fines. Reconocer esto permitirá desplegar herramientas legales y de seguridad más contundentes. Por supuesto, calificar a estos grupos como terroristas también conlleva riesgos (por ejemplo, posibles injerencias extranjeras), pero la negación sería peor. Los gobiernos latinoamericanos deben fortalecer su cooperación en inteligencia, control de armas y combate al lavado de dinero, porque estas redes criminales trascienden fronteras. Ningún país podrá enfrentar solo a grupos criminales que operan regionalmente y que comparten tácticas, personal y recursos.
En segundo lugar, hay que proteger a la ciudadanía y a las instituciones democráticas. Esto implica mejorar la protección de autoridades locales y activistas amenazados, garantizar elecciones seguras y libres de intimidación armada, y romper la impunidad: cada atentado o asesinato de alto perfil debe investigarse a fondo y sancionarse, para enviar el mensaje de que el Estado de derecho prevalece. También es indispensable apoyar a las víctimas de este narcoterrorismo –familias de policías caídos, sobrevivientes de ataques, comunidades traumatizadas– con atención y reparación, para que el miedo no destruya el tejido social. La sociedad civil, por su parte, juega un rol vital al mantenerse informada, exigir justicia y no dejarse amedrentar. Cada vez que una comunidad se rehúsa a guardar silencio tras un atentado y en cambio exige acción, está derrotando en parte el efecto del terror.
Finalmente, cualquier estrategia integral debe abordar las raíces sociales que alimentan el fenómeno. Mientras la pobreza extrema, la desigualdad y la falta de oportunidades sigan azotando a millones de jóvenes, las organizaciones criminales tendrán un caldo de cultivo fértil para reclutar y crecer. Invertir en educación, crear empleos dignos, revitalizar las zonas marginadas y reforzar la presencia del Estado en territorios olvidados es tan importante como los operativos policiales. Sin desarrollo social, solo se atacarán los síntomas y no la enfermedad.
En conclusión, la evolución de las mafias latinoamericanas hacia tácticas terroristas es una realidad dura, pero no debemos resignarnos a ella. Así como en el pasado la región superó oleadas de violencia, es posible contener y revertir esta tendencia con determinación colectiva. Se necesita coraje cívico para seguir adelante sin sucumbir al miedo, y liderazgo para impulsar las reformas necesarias. El crimen organizado apuesta al terror para doblegarnos; la respuesta debe ser apostar a la unidad, la justicia y la esperanza. Cada voz que denuncia, cada joven rescatado del reclutamiento, cada comunidad que se niega a ser rehén del narco, representa un paso hacia la recuperación de la paz. En la batalla contra este narcoterrorismo, están en juego los valores fundamentales de nuestras sociedades. No podemos permitir que la violencia los arrebate. Mantener viva la memoria de las víctimas, fortalecer nuestras instituciones y tejer redes de solidaridad nos permitirá, poco a poco, ganarle terreno al miedo. Al final del día, el objetivo del terrorismo –sea político o narcocriminal– es paralizar a la sociedad; el nuestro debe ser seguir adelante sin ceder, defendiendo la vida, la libertad y la dignidad frente a quienes intentan imponer la ley del terror.
Cristian Rodríguez Jiménez. Criminólogo especializado en Terrorismo y Radicalización Violenta. Analista en Seguridad Física.