
El encarcelamiento de mujeres se ha convertido en un fenómeno creciente que obliga a reflexionar no solo sobre el sistema penal y penitenciario, sino también sobre la forma en que la desigualdad económica y de género atraviesa sus vidas antes, durante y después de la prisión. Hablar de centros de reclusión femeninos sin considerar el impacto de la economía de género sería ignorar una de las causas más profundas de la criminalización femenina. La mayoría de las mujeres privadas de libertad no llegaron a prisión por delitos de alto impacto vinculados al crimen organizado en su nivel de liderazgo, sino por conductas relacionadas con la supervivencia económica, el narcomenudeo, el robo de bajo monto o incluso delitos cometidos bajo coacción de sus parejas o familiares. Esta realidad muestra cómo la desigualdad estructural en el acceso a recursos y oportunidades termina siendo un factor decisivo en su criminalización.
Antes del encarcelamiento, muchas mujeres enfrentaban condiciones económicas precarias. Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, gran parte de las mujeres que terminan privadas de libertad provenían de entornos de pobreza, abandono escolar y falta de empleo formal. La feminización de la pobreza en México se refleja con crudeza en sus historias de vida. Con frecuencia eran jefas de familia que sostenían a hijos, padres enfermos o hermanos menores, y la carencia de redes de apoyo social las llevó a involucrarse en actividades ilícitas como una forma de subsistencia. En este contexto, el delito cometido no puede analizarse de manera aislada, sino dentro de un marco de desigualdad de género que las colocó en una situación de vulnerabilidad y de falta de opciones reales.
El encarcelamiento femenino también evidencia cómo la economía de género influye en el tipo de delitos por los cuales se les procesa. Mientras que en el caso de los hombres suele predominar la participación en delitos violentos, las mujeres se concentran en actividades delictivas ligadas al cuidado o al comercio, como transportar pequeñas cantidades de drogas, robar mercancías de bajo valor o cometer fraudes menores. Estas conductas, lejos de representar un riesgo significativo para la seguridad nacional, revelan un problema de exclusión económica y social. Sin embargo, el sistema penal las sanciona con severidad, sin tomar en cuenta los factores estructurales que las empujaron hacia estas actividades.
Una vez dentro de los centros de reclusión femeninos, las barreras económicas se agudizan. A diferencia de los hombres, las mujeres tienen menos acceso a talleres productivos, programas de capacitación y actividades que les permitan adquirir habilidades útiles para su reinserción laboral. Los presupuestos destinados a las cárceles femeniles suelen ser menores, en parte porque representan un porcentaje reducido de la población penitenciaria nacional, y en parte porque persiste la idea de que las mujeres delinquen menos y no requieren la misma atención institucional. Esta visión las coloca en una situación de doble discriminación: son castigadas por el delito cometido y al mismo tiempo se les niegan oportunidades para prepararse y salir adelante después de cumplir su condena.
En el interior de las prisiones, la economía cotidiana también refleja desigualdades. Muchas mujeres dependen del apoyo económico de sus familias para poder acceder a productos básicos como artículos de higiene, ropa o alimentos adicionales a los proporcionados por la institución. Cuando ese apoyo no existe, viven en condiciones de mayor precariedad que los hombres, ya que las redes familiares suelen volcarse prioritariamente hacia los varones encarcelados, quienes se perciben como proveedores indispensables una vez liberados. Este abandono económico incrementa su vulnerabilidad y profundiza el ciclo de exclusión.
El momento de la salida de prisión representa quizás la etapa más dura en términos económicos. El estigma social hacia las mujeres ex privadas de libertad es mayor que el que enfrentan los hombres. Mientras que el varón que cumple condena puede, en algunos contextos, ser reintegrado con relativa facilidad bajo la idea de que merece una segunda oportunidad, la mujer es señalada como doblemente culpable, primero por el delito y segundo por haber transgredido el mandato de género que la asocia al cuidado, la obediencia y la maternidad. Esta visión moralizante se traduce en menos oportunidades laborales, mayor rechazo comunitario y la imposibilidad de recuperar la custodia de sus hijos en muchos casos. Sin empleo y sin apoyo social, muchas se ven obligadas a reincidir o a depender de economías informales inestables.
El vínculo entre criminalización femenina y economía de género se observa también en la falta de políticas públicas específicas. El sistema de justicia mexicano está diseñado principalmente para atender una criminalidad masculina, dejando de lado las particularidades de las mujeres. Los programas de reinserción carecen de perspectiva de género, pues rara vez contemplan guarderías, apoyos para la reunificación familiar o capacitación en actividades que realmente les permitan insertarse en un mercado laboral competitivo. La ausencia de estas políticas perpetúa la desigualdad y convierte la prisión en un mecanismo que no solo castiga, sino que reproduce las mismas condiciones que llevaron a la mujer a delinquir.
Un aspecto crítico es el impacto en los hijos de las mujeres encarceladas. Al ser ellas las principales cuidadoras, su ausencia genera un vacío económico y afectivo que muchas veces se traduce en que los menores caigan también en contextos de vulnerabilidad. El encarcelamiento femenino no afecta únicamente a la mujer, sino a familias enteras que dependen de su trabajo y de su presencia. Desde la perspectiva de la economía de género, esta es una deuda que el Estado no ha reconocido plenamente, pues las consecuencias del encarcelamiento trascienden a la persona condenada y repercuten en las generaciones siguientes.
Pensar en los centros de reclusión femeninos desde una mirada económica y de género implica reconocer que el castigo no está resolviendo los problemas de fondo. El dinero invertido en mantener cárceles femeniles podría tener un impacto mucho más positivo si se destinara a programas de prevención, educación, apoyo a madres solteras y generación de empleo digno para mujeres en situación de vulnerabilidad. De lo contrario, el encarcelamiento seguirá siendo una respuesta costosa e ineficiente que, lejos de reducir el delito, lo reproduce al mantener intactas las condiciones de desigualdad estructural.
Nuestro país enfrenta el reto de transformar su política criminal con perspectiva de género. Esto significa no solo atender las condiciones de vida dentro de las prisiones femeninas, sino replantear las causas que llevan a las mujeres a delinquir y ofrecer alternativas reales para su reintegración social y económica. El costo de ignorar este vínculo no es únicamente monetario, es también social y humano, y lo paga toda la sociedad en forma de exclusión, estigmatización y falta de oportunidades para miles de mujeres que merecen algo más que una celda como respuesta a su pobreza.