
El reciente asesinato de Charlie Kirk en Estados Unidos y la violencia que aún sacude a Colombia reabren un debate urgente: ¿es el porte de armas una garantía de libertad o una amenaza para la democracia? Entre la Segunda Enmienda norteamericana y la prohibición constitucional colombiana, emerge una conclusión ineludible: en nuestras sociedades, las armas no protegen la vida, la ponen en riesgo.
El asesinato de Charlie Kirk durante un acto político en Utah —líder conservador y figura pública en Estados Unidos— muestra crudamente los efectos de una cultura donde el porte de armas es un derecho constitucional casi intocable. La Segunda Enmienda norteamericana, nacida en 1791, garantizó portar armas como defensa frente al poder estatal; sin embargo, hoy se traduce en una epidemia de violencia que debilita la democracia.
En contraste, Colombia optó por un camino distinto. La Constitución de 1991 no reconoce el porte de armas como derecho fundamental. El Código Penal colombiano, en su artículo 365, tipifica como delito el porte ilegal de armas de fuego de defensa personal, con penas que oscilan entre 9 y 12 años de prisión, y en su artículo 366 agrava las sanciones cuando se trata de armas de uso privativo de las Fuerzas Armadas. La Corte Constitucional ha sostenido reiteradamente que esta prohibición se justifica en la protección de la vida, la seguridad ciudadana y el orden público (Sentencia C-038 de 2020, entre otras).
La diferencia no es menor. En Estados Unidos, la confianza en el individuo para portar armas ha desembocado en tragedias colectivas, como la muerte de Kirk. En Colombia, donde la violencia histórica y la reacción instintiva siguen presentes en la cultura, abrir la puerta al porte ciudadano sería invitar al caos.
Tres razones lo explican:
1. Instituciones frágiles: en contextos desiguales, las armas privadas sustituyen el Estado de derecho.
2. Cultura de represalia: donde prima la reacción inmediata, el arma es gatillo fácil, no protección.
3. Riesgo democrático: en sociedades polarizadas, el arma se convierte en herramienta de miedo político.
La conclusión es categórica: el porte de armas no fortalece la democracia, la debilita. En países como los nuestros, la libertad no se mide en balas, sino en la capacidad de resolver conflictos sin sangre. Colombia ha entendido que monopolizar el uso legítimo de la fuerza en cabeza del Estado es el camino para preservar la vida y la convivencia.
Y es que las armas tienen una promesa engañosa: aparentan brindar seguridad, pero siempre terminan abriendo la puerta a la tragedia. Cada pistola en manos privadas no es símbolo de libertad, sino de fragilidad institucional; no es herramienta de defensa, sino anuncio de violencia. La democracia no florece en la pólvora: florece en el respeto por la vida, la justicia y el diálogo.
Álvaro Rolando Pérez
X : @alvaroperez1