
En los últimos años, el debate sobre la violencia sexual ha ido ganando espacio en la conversación pública. Si bien por décadas este tema se reducía a la violencia intrafamiliar o a los casos cometidos en espacios públicos, hoy existe una mayor conciencia sobre la gravedad de los abusos y acosos ocurridos dentro del trabajo. Las oficinas, fábricas, comercios y hasta instituciones públicas no están exentas de ser escenarios donde la subordinación jerárquica, la dependencia económica y la cultura del silencio se combinan para permitir la comisión de delitos sexuales. En el ámbito laboral, el derecho penal se enfrenta a enormes retos: ¿cómo sancionar estas conductas de manera eficaz?, ¿qué papel juegan las empresas?, ¿y qué tan preparado está el sistema de justicia para atender a las víctimas sin revictimizarlas?
El primer problema es la subestimación. En la práctica, gran parte de los abusos sexuales en espacios de trabajo se minimizan como “malentendidos”, “chistes pesados” o “ambientes tóxicos” cuando en realidad constituyen conductas penalmente relevantes. El acoso sexual, tipificado en la mayoría de los códigos penales estatales, es uno de los delitos más denunciados y al mismo tiempo menos judicializados. No es raro que las denuncias queden archivadas por supuesta falta de pruebas, lo cual desalienta a las víctimas a acudir ante la autoridad. Esta inacción no solo refleja una falta de sensibilidad, sino una incapacidad estructural de las fiscalías para investigar conductas donde la violencia física puede ser mínima pero el daño psicológico y moral es profundo.
La cultura laboral juega aquí un papel central. En sociedades con fuerte jerarquización en el trabajo, la víctima suele depender económicamente del agresor o de la institución que lo protege. Esto genera miedo a denunciar por temor a perder el empleo, sufrir represalias o quedar marcada profesionalmente. Aunque formalmente existe la posibilidad de acudir a una fiscalía, muchas víctimas eligen el silencio o se limitan a presentar quejas administrativas internas. Sin embargo, los mecanismos internos de las empresas suelen carecer de independencia y, en no pocos casos, se utilizan para encubrir a directivos o figuras de poder. El resultado es un círculo de impunidad en el que el derecho penal se vuelve un recurso lejano, casi decorativo.
El contraste con otros países resulta ilustrativo. En naciones europeas, la tipificación de la violencia sexual en el ámbito laboral se ha acompañado de políticas robustas de prevención y de protocolos obligatorios para empresas e instituciones. En Estados Unidos, el movimiento #MeToo expuso la magnitud de este problema y, aunque no resolvió todas las limitaciones, sí forzó cambios en la percepción social y en la responsabilidad corporativa. En el contexto latinoamericano, sin embargo, persiste un rezago. La respuesta suele depender de la presión mediática más que de un compromiso institucional real. Cuando un caso alcanza notoriedad pública, las autoridades actúan con rapidez, pero en los cientos de expedientes anónimos el sistema permanece inerte.
La dificultad probatoria es otra de las razones detrás de esta insuficiencia penal. Los delitos sexuales en el trabajo suelen ocurrir en espacios cerrados, sin testigos directos y con dinámicas de poder que hacen que la palabra de la víctima sea cuestionada de manera sistemática. El estándar probatorio que exigen los jueces en materia penal —más allá de toda duda razonable— se convierte en un obstáculo casi insalvable. Esto no significa que las denuncias carezcan de fundamento, sino que el sistema de justicia no ha sabido adaptar sus herramientas para acreditar este tipo de conductas. Los peritajes psicológicos, los antecedentes de quejas internas o la existencia de patrones de conducta en el agresor podrían constituir indicios valiosos, pero muchas veces se desestiman por falta de capacitación en los ministerios públicos.
A lo anterior se suma la revictimización. La experiencia de denunciar en una fiscalía puede ser traumática: preguntas invasivas, actitudes incrédulas o incluso el estigma de ser señalada como “problemática”. Esto explica por qué tantas víctimas prefieren acudir a la vía laboral o civil, aunque los alcances sancionatorios de estas ramas sean mucho más limitados que los del derecho penal. La paradoja es evidente: el sistema que debería brindar la respuesta más firme frente a delitos sexuales se ha convertido en el espacio donde menos confianza tienen las víctimas.
Desde el punto de vista normativo, el país no carece de leyes. La Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia reconoce el acoso y el hostigamiento sexual como formas de violencia laboral. Sin embargo, la distancia entre la norma y la práctica es abismal. Las instituciones encargadas de aplicar estas disposiciones carecen de presupuesto, personal capacitado y, sobre todo, voluntad política para asumir casos que incomodan a las élites empresariales o gubernamentales. En otros países, la presión de organismos internacionales y de tribunales supranacionales ha generado avances. En el ámbito interamericano, por ejemplo, la Corte IDH ha señalado que los Estados deben garantizar mecanismos efectivos de investigación frente a violencia sexual. Aun así, las sentencias suelen tardar años y su implementación es desigual.
Un tema que rara vez se aborda es la corresponsabilidad empresarial. En la mayoría de los casos, la carga de la denuncia y del proceso recae exclusivamente en la víctima, como si la empresa fuera un espectador neutral. Sin embargo, las compañías tienen la obligación de prevenir y sancionar la violencia dentro de sus espacios de trabajo. Cuando no lo hacen, no solo incurren en responsabilidad laboral o administrativa, sino que podrían considerarse partícipes, al menos por omisión, en la comisión de delitos sexuales. Esta perspectiva apenas comienza a discutirse en México, pero en países europeos ya existe jurisprudencia que reconoce la responsabilidad penal de las personas jurídicas en contextos de violencia de género.
La pregunta es qué tipo de reformas son necesarias para superar la insuficiencia actual. Por un lado, se requiere capacitar de manera integral a ministerios públicos, jueces y peritos para que comprendan la especificidad de los delitos sexuales en entornos laborales. No se trata únicamente de “sensibilización”, sino de formación técnica que permita valorar pruebas indirectas, patrones de conducta y testimonios coherentes sin prejuicios de género. Por otro lado, es indispensable fortalecer los mecanismos de protección a víctimas y denunciantes. Si una persona sabe que puede perder su empleo o ser acosada institucionalmente tras denunciar, difícilmente acudirá a la vía penal.
La prevención también es clave. No basta con sancionar; es necesario crear ambientes laborales seguros donde las conductas de acoso no tengan cabida desde el inicio. Ello implica protocolos obligatorios, capacitaciones periódicas y una cultura organizacional que realmente promueva la igualdad y el respeto. El derecho penal puede ser la última instancia, pero su eficacia depende de que el terreno laboral ya haya sido transformado.
El desafío para el sistema penal no es menor. Los delitos sexuales en el ámbito laboral ponen a prueba la capacidad del Estado de garantizar justicia en un espacio donde convergen desigualdades económicas, jerárquicas y de género. Mientras la respuesta siga siendo insuficiente, las víctimas continuarán enfrentando un doble castigo: el abuso sufrido y la indiferencia institucional. Lo que está en juego no es solo la credibilidad del derecho penal, sino la posibilidad real de que millones de personas trabajen en entornos libres de violencia.