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¿Puede el derecho penal ser justo sin jueces independientes?

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,La reciente reforma judicial que plantea la elección popular de jueces, magistrados y ministros ha abierto una discusión de enorme trascendencia para el derecho penal. No se trata únicamente de un cambio en la forma de designación, sino de una transformación profunda en la manera en que se ejercerá la justicia en un país donde los delitos de alto impacto, la violencia de género, la corrupción y la impunidad conviven de manera cotidiana. El debate no es menor: ¿puede el derecho penal ser justo si quienes lo aplican no cuentan con plena independencia?

Durante décadas, el sistema penal se ha sustentado en el principio de imparcialidad judicial. Los jueces, al no depender de los vaivenes políticos ni de la simpatía popular, estaban obligados a resolver con base en la Constitución, los tratados internacionales y la ley. Este diseño institucional buscaba blindar a la justicia de presiones externas. Sin embargo, con la nueva dinámica, la lógica podría invertirse: los jueces tendrían que pensar en términos de votos y campañas, lo cual introduce un factor de incertidumbre en cada proceso penal.

La justicia penal no siempre coincide con lo que dicta la mayoría. Muchas veces, garantizar derechos implica tomar decisiones impopulares. Un ejemplo claro es la prisión preventiva oficiosa, donde la Suprema Corte ha debatido sobre sus excesos y la necesidad de restringirla. La opinión pública suele exigir “mano dura” sin matices, pero los jueces están obligados a ponderar principios como la presunción de inocencia y el debido proceso. En un escenario donde el electorado premia al candidato que promete mayor severidad, ¿qué incentivos reales tendría un juez electo para sostener criterios garantistas?

La independencia judicial no solo protege a los acusados, sino también a las víctimas. En un país con altos niveles de violencia, muchas víctimas encuentran justicia gracias a que los jueces aplican estándares de prueba y técnicas procesales que no siempre son evidentes para la sociedad. En cambio, si un juez teme perder respaldo popular por absolver a un imputado en un caso mediático, podría optar por condenar sin pruebas suficientes. Esa práctica erosiona el sistema penal en su conjunto, pues genera sentencias frágiles, apelables y contrarias a los derechos humanos.

El riesgo es que la justicia penal se convierta en un campo de batalla de emociones colectivas más que de razonamiento jurídico. Pensemos en delitos sensibles como feminicidios, narcotráfico o corrupción. La presión social puede ser legítima, pero si sustituye la valoración técnica, los tribunales dejarán de ser contrapesos y se transformarán en cajas de resonancia de la opinión pública. En ese contexto, los juicios mediáticos no solo desplazarían a los juicios orales, sino que determinarían su resultado de antemano.

El problema estructural se agrava porque la elección popular no garantiza conocimiento especializado. El derecho penal es una de las ramas más complejas: requiere formación en técnicas de litigio, criminología, derechos humanos y análisis probatorio. En cambio, la lógica electoral privilegia la capacidad de persuadir, hacer campaña y atraer simpatías. Los perfiles técnicos quedarían en desventaja frente a los aspirantes que sepan capitalizar el enojo social. Ello se traduciría en resoluciones cargadas de populismo punitivo, pero sin sustento jurídico sólido.

Conviene recordar que el sistema penal acusatorio, vigente desde 2008, supuso un enorme esfuerzo de capacitación, infraestructura y cambio cultural. Costó años que fiscales, defensores y jueces adoptaran los nuevos estándares. La reforma que ahora se discute podría desandar parte de ese camino al sustituir criterios técnicos por cálculos políticos. El impacto sería inmediato: juicios más largos, mayor litigiosidad, sentencias revocadas y una creciente desconfianza ciudadana en el aparato de justicia.

La pregunta de fondo es si un derecho penal administrado por jueces dependientes del voto puede seguir siendo un derecho penal justo. La justicia, para ser tal, necesita estabilidad y neutralidad. En cambio, la lógica electoral introduce ciclos cortos, promesas de campaña y compromisos adquiridos con grupos de presión. No se trata de negar la importancia de la legitimidad democrática, sino de advertir que el ejercicio judicial tiene su propia lógica, distinta de la competencia política. Un juez no debe aspirar a complacer, sino a garantizar derechos en cada caso concreto, aun cuando eso signifique enfrentar la crítica pública.

El futuro del derecho penal dependerá de cómo se logre equilibrar esa tensión. Si la independencia se sacrifica en nombre de una legitimidad formal basada en las urnas, lo que se gana en apariencia democrática se perderá en sustancia jurídica. La justicia penal corre el riesgo de convertirse en un espejo de las pasiones del momento, y no en un espacio de razonamiento racional y garantista. Y sin jueces independientes, difícilmente podrá afirmarse que el derecho penal es justo.

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