
El hallazgo de Mina, la osa que fue rescatada en 2023 y terminó en estado crítico dentro del zoológico La Pastora, en Nuevo León, representa mucho más que un episodio de indignación pública o una simple historia viral. Es, en realidad, el espejo de una estructura jurídica que avanza lentamente en reconocer la protección animal como un componente esencial del derecho penal contemporáneo. Este caso expone con crudeza la brecha entre la normatividad y la aplicación efectiva de las leyes, así como la fragilidad institucional que persiste en torno al bienestar animal.
Mina fue encontrada con severos signos de desnutrición, alopecia, infecciones cutáneas y apatía motora. La Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (PROFEPA) clausuró temporalmente el recinto al identificar negligencia en la atención médica y deficiencias en las condiciones de resguardo. No obstante, más allá de la clausura o las sanciones administrativas, el caso pone sobre la mesa la cuestión de la responsabilidad penal: ¿puede castigarse penalmente la omisión de cuidado en espacios institucionales encargados de la protección animal?
El Código Penal Federal y las leyes locales han incorporado gradualmente tipos penales relacionados con el maltrato animal. Sin embargo, la mayoría de estas normas fueron diseñadas pensando en agresores individuales: personas que golpean, torturan o abandonan a un animal doméstico. El caso de Mina, en cambio, plantea un escenario distinto: el daño no proviene de un acto aislado, sino de una cadena de omisiones cometidas por un organismo público o concesionado que, en teoría, debía garantizar su bienestar. En términos jurídicos, esto introduce la noción de responsabilidad institucional dentro del ámbito penal animalista, un terreno que en México aún se encuentra prácticamente inexplorado.
La Ley General de Vida Silvestre establece obligaciones para los zoológicos y centros de conservación, incluyendo el deber de proporcionar atención médica veterinaria, alimentación adecuada y condiciones ambientales óptimas. Cuando estos estándares se violan de manera sistemática, no debería bastar con imponer sanciones administrativas o multas. Las omisiones graves que resulten en sufrimiento o muerte de un animal deberían considerarse una forma de maltrato penalmente sancionable. Sin embargo, la legislación vigente no articula con claridad esta posibilidad, lo que deja amplios márgenes de impunidad.
Lo paradójico del caso es que Mina fue rescatada originalmente para “salvarla” del cautiverio en condiciones adversas. En 2023, su traslado se presentó como un triunfo de la protección animal: un ejemplar que había vivido en la sierra de Coahuila, sometida a la curiosidad humana, pasaba a un recinto autorizado que prometía atención especializada. Menos de dos años después, la misma institución responsable de cuidarla la llevó al borde de la muerte. Esta paradoja expone un problema estructural: el rescate no garantiza el bienestar si la custodia posterior no está acompañada de supervisión jurídica y técnica eficaz.
La PROFEPA actuó dentro de sus competencias, pero la reacción tardía sugiere que la vigilancia fue más reactiva que preventiva. El derecho penal, por su parte, ha sido omiso al considerar la negligencia institucional como delito. La doctrina jurídica mexicana todavía debate si el maltrato animal puede incluir omisiones, y si las personas morales pueden ser penalmente responsables. El artículo 11 del Código Penal Federal contempla la responsabilidad de las personas jurídicas en casos de corrupción, delitos fiscales o ambientales, pero no en materia de bienestar animal. Incorporar este tipo de responsabilidad abriría un precedente crucial.
Comparativamente, países como Chile y España han empezado a transitar hacia modelos más amplios de responsabilidad penal animalista. En el Código Penal español, reformado en 2023, se prevé sancionar no solo a quienes maltraten directamente a un animal, sino también a quienes lo sometan a sufrimiento por negligencia o falta de supervisión adecuada. Esta distinción entre acción y omisión culpable ha permitido procesar a directivos de zoológicos y criaderos por abandono institucional. México, en cambio, sigue centrando la figura del maltrato en el individuo y no en las estructuras que perpetúan el daño.
El caso de Mina también revela un problema de transparencia. Los zoológicos públicos o privados que operan bajo concesión deben cumplir normas de bienestar animal, pero rara vez existe acceso público a los reportes veterinarios o auditorías. La ausencia de rendición de cuentas favorece un sistema donde las irregularidades pueden prolongarse durante años sin consecuencias reales. Por eso, más allá de la discusión penal, el caso pone de relieve la necesidad de mecanismos de fiscalización ciudadana y científica, con capacidad de supervisar y denunciar omisiones graves.
El derecho penal animal no puede reducirse a sancionar actos de crueldad explícita; debe evolucionar hacia un marco que también contemple la negligencia institucional. Cada animal bajo custodia estatal representa un compromiso jurídico de protección. Cuando ese compromiso se incumple, se vulnera no solo un deber ético, sino también un principio de legalidad: el Estado se vuelve responsable de la violencia que pretende erradicar.
Mina sobrevivió, pero el daño está hecho. Su cuerpo debilitado y su pelaje perdido son testimonio de una omisión que, en cualquier otra área del derecho, sería vista como delito. Tal vez su historia no solo despierte compasión, sino también la conciencia jurídica necesaria para que el maltrato institucional deje de ser invisible ante los tribunales. Porque mientras la justicia siga distinguiendo entre agresión y descuido, los animales seguirán pagando con su vida la negligencia de un sistema que los reconoce como “seres sintientes”, pero aún no los protege con la fuerza que ese reconocimiento exige.