Se regodeaba exhibiéndose en las redes sociales rodeado de edecanes y mujeres atractivas, mostrando sus automóviles de alta gama, el reloj y ropa “de marca”. Por “diversión” se podía dar el lujo de cerrar la avenida que le viniera en gana o ducharse en el jacuzzi rodeado de champagne y meretrices. Las interminables parrandas en el antro parecían no tener fin y le agradaba presumir las estratosféricas cuentas por pagar.
Sacaba provecho de su fama como influencer: no tenía que esperar su turno en la fila para ingresar al restaurante o antro; no tenía que soportar la traba del “cadenero”; se sentía importante al posar con algunos parroquianos a tomarse una selfie; saludaba a todos y otorgaba autógrafos sin ningún reparo; recibía invitaciones para brindar de mesa en mesa; se dejaba consentir por otros parroquianos. Definitivamente, la fama, el dinero y el desmadre era lo suyo.
Jamás imaginó que esa vida de lujo y poderío exhibida en las redes sociales llegaría a ser su peor enemigo.
En efecto, para la mayoría de la población, la ostentosa conduta del Fofo era insoportable, y en el imaginario colectivo, poco menos que un insulto. Tal vez por eso, tras la golpiza propinada por el Fofo a una dama por un incidente automotriz insignificante, las redes sociales se volcaron reclamando un castigo desproporcionado en su contra, dejando entrever el coraje, la envidia, la frustración de una comunidad impotente para alcanzar esas ostentaciones de acuerdo con valores impuestos por la parafernalia.
Finalmente, la presión mediática tuvo sus efectos y el Fofo fue aprehendido. Los abogados defensores argumentaron una serie de elementos para tratar de disuadir su responsabilidad penal o en última instancia, atenuarla. Acertadamente, se pidió la reclasificación del delito de tentativa de feminicidio a lesiones. Se invocaron leyes y principios de derecho penal liberal, como la presunción de inocencia, la garantía de legalidad y tipicidad, del debido proceso y hasta de lealtad por parte del fiscal. Alguno llegó al absurdo de reunir a un puñado de manifestantes para clamar justicia a favor del Fofo en las inmediaciones del juzgado, poco antes de ser sentenciado.
De nada sirvieron los argumentos técnicos de los letrados o los desesperados esfuerzos de familiares y amigos. Lo cierto es que la suerte del imputado estaba echada desde que se hizo viral su caso. El juez siempre estuvo consciente de que absolver al Fofo implicaba su renuncia al cargo, una investigación criminal en su contra por prevaricato, delitos de corrupción y el repudió de la sociedad.
Ciertamente, los argumentos de la defensa eran válidos; empero, poco énfasis hicieron en alguna de las principales garantías en materia penal: “la convicción de culpabilidad”, que se traduce en juzgar al acusado por lo que produjo y no por lo que es o representa, o sea, juzgar bajo el principio de acto, y no de autor.
El principio supra mencionado está reconocido en la octava fracción del artículo 20 constitucional en relación con la primera fracción del artículo 15 del CPCDMX, y sus correlativos de las entidades de la federación, así como el artículo 406 de la ley procesal, de donde se desprende “el principio de acto” o de hecho, ajustada a un Estado democrático, que se antepone al “principio de autor”. El primero sanciona al agente por lo que realizó, el segundo castiga a la persona por lo que representa u otros factores como sus ideas, antecedentes, obstinaciones, reincidencia o peligrosidad, lo que nos retrotrae a prácticas inquisitoriales o propias de la escuela positiva italiana del siglo XVIII supuestamente superadas.
Como corolario, podemos señalar que del caso mediático que nos ocupa, se pueden obtener varias conclusiones: debemos pugnar por un poder judicial independiente, libre de presiones mediáticas o por consigna; los medios de comunicación masivos y redes sociales deben ser más mesurados debido a la gran influencia que ejercen en la sociedad; a los acusados se les debe juzgar por el hecho que realizaron, de manera objetiva, libre de prejuicios o antecedentes; y quizá la más importante lección: el amor a los hijos implica poner límites a su conducta desde temprana edad.
Gerardo Urosa Ramirez. Maestro por oposición de la facultad de derecho de la UNAM