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¿Cuánto cuesta el delito? Análisis sobre la inseguridad y su respuesta penal

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En México, el delito tiene un costo que va mucho más allá del daño a las víctimas o del impacto psicológico que deja en la sociedad. Su peso se extiende a los bolsillos del Estado, a los hogares y a la economía nacional. Cada robo, extorsión, homicidio o secuestro no solo representa una tragedia humana, sino una carga económica cuantificable que afecta el desarrollo, la inversión y la estabilidad social del país. Sin embargo, la respuesta penal que se ha venido implementando, centrada en la expansión del sistema carcelario y el endurecimiento punitivo, no siempre resulta ser la más eficiente ni la más justa. Es momento de analizar cuánto cuesta realmente el delito en México y si el sistema penal, tal como está diseñado, está a la altura del problema.

De acuerdo con estimaciones del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), el costo total del delito para las unidades económicas en 2022 fue de más de 120 mil millones de pesos, mientras que para los hogares el impacto superó los 300 mil millones. Esto incluye tanto pérdidas económicas directas (bienes robados, extorsiones, secuestros, etc.) como gastos en medidas preventivas (cámaras, alarmas, guardias privados) y consecuencias indirectas como el cierre de negocios, la pérdida de confianza ciudadana y la desinversión en zonas inseguras.

Pero el Estado también gasta, y mucho. El presupuesto destinado al sistema de justicia penal, incluyendo policías, fiscalías, tribunales y cárceles, es abultado y creciente. A pesar de ello, la tasa de impunidad se mantiene en niveles alarmantes: más del 90% de los delitos no se castigan, ya sea por falta de denuncias o por ineficacia institucional. Esta cifra obliga a cuestionar no solo cuánto gastamos, sino cómo lo gastamos.

La lógica del endurecimiento penal —más penas, más prisión, más policías— ha sido el camino habitual para responder a la exigencia de seguridad de la población. El problema es que este modelo es costoso y sus beneficios son limitados. Por ejemplo, mantener a una persona en prisión en México cuesta al Estado, en promedio, entre 10,000 y 15,000 pesos mensuales. A esto se suman los costos de construcción y mantenimiento de penales, de personal penitenciario y de todo el aparato judicial que sostiene cada proceso penal. Sin embargo, el encarcelamiento no siempre garantiza rehabilitación ni reducción del delito: muchos presos salen más violentos, con redes criminales fortalecidas y sin opciones reales de reinserción.

A nivel macroeconómico, la inseguridad también representa un freno al crecimiento. Inversionistas nacionales y extranjeros evitan regiones marcadas por altos índices delictivos. Sectores como el turismo, el comercio y el transporte sufren pérdidas constantes, y los gobiernos locales deben redirigir recursos que podrían usarse en salud, educación o infraestructura hacia medidas de contención del crimen. El delito, en suma, deteriora el tejido productivo.

La respuesta penal, además, está marcada por una fuerte desigualdad. Mientras que los delitos de “alto perfil” como la corrupción o el lavado de dinero suelen mantenerse en la sombra o navegar entre los vacíos legales, la persecución penal recae desproporcionadamente sobre los sectores más vulnerables: jóvenes, personas pobres, indígenas o con bajo nivel educativo. Así, el sistema reproduce una criminalización selectiva que además de injusta, es ineficiente desde el punto de vista económico: castiga al eslabón más débil sin desarticular las redes criminales que se benefician de la violencia y el miedo.

Si queremos realmente reducir los costos del delito en México, es necesario ir más allá del castigo. Se requiere una reforma profunda al modelo de seguridad y justicia que contemple la prevención social del delito, la inversión en educación y empleo, y la profesionalización real de las instituciones encargadas de investigar y juzgar. También urge una política criminal que evalúe con criterios de costo-beneficio el uso de la cárcel y que explore mecanismos alternativos como la justicia restaurativa, la mediación penal y el fortalecimiento del tejido comunitario.

El delito cuesta. Pero también cuesta —y mucho— insistir en respuestas que no resuelven el problema de fondo. La economía del crimen y del castigo nos exige repensar no solo el monto de lo que gastamos, sino la eficacia con que lo hacemos. México no puede seguir pagando el precio de políticas penales que fracasan en brindar seguridad y justicia.

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