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El Vector de la Distracción

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En el breve intersticio que media entre el estruendo y el silencio, el poder despliega su más refinada estrategia: hacer visible el castigo para ocultar la responsabilidad. Asistimos a un momento donde el derecho penal ya no persigue el delito, sino que fabrica escenas. Donde el proceso judicial ya no busca la verdad, sino el control del relato.

La reciente apertura de una carpeta de investigación contra un expresidente de la República por un presunto soborno derivado de un arbitraje privado entre empresarios israelíes, sumada al espectacular aseguramiento de más de 15 millones de litros de combustible y a la puesta en marcha de una narrativa combativa contra la extorsión, no responde a una voluntad genuina de justicia. Responde, más bien, a una necesidad imperiosa de reconfigurar el foco público, evitar el colapso del discurso institucional y proteger las verdaderas estructuras del poder.

Jean Baudrillard lo advirtió: en la era de la hiperrealidad, lo que importa no es el hecho, sino su representación. Lo penal se ha vaciado de su contenido jurídico y ha sido absorbido por el círculo mediático. ¿Para qué buscar sentencias si basta con titulares? La apertura de una carpeta sin denuncia, sin indicios independientes, sin vínculos verificables, construida a partir de una nota periodística extranjera que refiere un laudo arbitral confidencial, es la prueba más acabada de un derecho penal sin pretensiones procesales. Un castigo sin juicio. Una imputación sin verdad.

Peor aún: se presenta como acción punitiva lo que en realidad es una operación de silenciamiento. En términos de Girard, se escoge un chivo expiatorio funcional para encauzar la violencia simbólica de la sociedad. Un expresidente que reaparece declarando que Texcoco era viable y que no hubo corrupción debe ser neutralizado. ¡Y qué mejor que el espectro de Pegasus, ese totem digital del espionaje contemporáneo, para reeditar una vieja cruzada moral!

Casi en simultáneo, se anuncia con fanfarrias el decomiso histórico de millones de litros de combustible. Ciento veintinueve carrotanques repletos. Cero detenidos. ¿Se llenaron solos? ¿Se movieron por voluntad cibernética? ¿No hay conductores, dueños, operadores logísticos, rutas documentadas? Este decomiso, sin cadena de custodia clara ni consecuencias judiciales verificables, cumple una función coreográfica: mostrar poder sin ejercerlo, hacer visible el delito sin tocar al delincuente.

El mensaje no va dirigido a los criminales, sino a la opinión pública: “Estamos actuando”. Pero lo que se actúa no es una investigación, sino una obra. Una puesta en escena donde lo importante no es el resultado, sino la saturación emocional del espectador.

Mientras tanto, las verdaderas amenazas al sistema permanecen en la penumbra. El escándalo de la Casa de Bolsa Vector, con sus implicaciones en operaciones financieras opacas, lavado de activos y posibles vínculos con circuitos político-empresariales de alto nivel, es deliberadamente desplazado del centro de la conversación nacional. No hay conferencias, carpetas, ni detenciones espectaculares. Sólo un silencio quirúrgico.

Lo mismo ocurre con las audiencias de acuerdos de culpabilidad de capos mexicanos extraditados a EE.UU., quienes están comenzando a revelar información sensible sobre redes de protección institucional. ¿Qué ocurre cuando los relatos judiciales están fuera del control narrativo del Estado? Se multiplica la pirotecnia punitiva interna. Se simula acción en frentes secundarios para no hablar.

En términos de teoría de la comunicación, lo que se ejecuta es una combinación de:
•   Agenda setting: definir sobre qué debemos hablar (Peña, huachicol, extorsión).
•   Cortina de humo: ocultar lo que realmente debería preocuparnos (Vector, acuerdos judiciales en EE.UU.).

•   Reframing: resignificar el pasado para justificar el presente.

•   Spin saturation: generar ruido informativo para colapsar la atención ciudadana.

Como lo planteó Noam Chomsky, la fabricación del consenso pasa por la saturación del significante punitivo. Si hay suficientes carpetas, cateos, decomisos y declaraciones, el sistema goza de salud. Aunque nada llegue a juicio.

Lo inquietante no es sólo la manipulación, sino su eficacia. El castigo simbólico funciona. La teatralización del proceso penal tiene impacto. La ciudadanía, golpeada por la violencia real, se refugia en las escenas prefabricadas del castigo imaginario. El poder lo sabe y lo explota.

Pero el simulacro tiene un límite: la irrupción de la verdad fuera del libreto, ya sea desde tribunales extranjeros, desde filtraciones documentales, o desde la imposibilidad de contener lo evidente. Cuando esa verdad estalle, el andamiaje narrativo no será suficiente. Y entonces, como advirtió Foucault, el poder ya no podrá castigar: sólo le quedará vigilar.

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