
En los últimos años ha emergido un fenómeno psicosocial inquietante: la hipersensibilidad social, también llamada la cultura de la ofensa crónica. Se trata de individuos y grupos que reaccionan con indignación desproporcionada ante casi cualquier desencuentro verbal o ideológico, interpretando críticas o desacuerdos como agravios personales. De hecho, es un fenómeno que de cada vez está más presente y es normal encontrarse con individuos, que por nada se molestan e incluso, se podría destacar tener una piel más fina de lo habitual. Estos individuos suelen tener un ego dolido o dañado, que a la mínima se ofenden por cualquier situación en la que no gire en torno al mismo. Sin embargo, este fenómeno presenta análisis que arroja respuestas para comprender estos hechos. Cabe destacar, que me he encontrado con alguno de esos individuos e incluso, me atrevo a decir, que en algún momento fui uno de esos. Pero la vida te muestra que no todo lo que sucede, gira alrededor de uno mismo y que es necesario desprenderse de eso ego, el cual nos facilita la auto fracturación y determina una caída al vacío de las.
El psicólogo social Jonathan Haidt, en The Coddling of the American Mind, y los sociólogos Bradley Campbell y Jason Manning, en The Rise of Victimhood Culture, han estudiado este fenómeno a fondo, señalando que no es un simple rasgo generacional sino un profundo cambio cultural. Por lo que ¿Cómo nos puede “ofender” ese “ofendido” y afectarnos desde una perspectiva radical?
¿Qué implica esta nueva sensibilidad? Desde una mirada de criminólogo y como ciudadano de una sociedad más compleja, exploraremos sus dos caras – la psicológica individual y la sociológica colectiva – y vamos a evaluar los riesgos que entraña para la cohesión social y la gobernabilidad. Veremos cómo características como el narcisismo vulnerable o la grandilocuencia moral alimentan una dinámica de polarización extrema, comparable en algunos aspectos a los procesos de radicalización. ¿Podría una sociedad hiperofendida volverse ingobernable? ¿En qué medida se resienten nuestras instituciones públicas y privadas cuando todo conflicto verbal se vive como una agresión intolerable?
Perfil psicológico del ofendido crónico (nivel individual)
A nivel individual, la persona que parece “ofenderse por todo” suele compartir una combinación de rasgos psicológicos bien documentados por la literatura clínica y de personalidad. Estos rasgos configuran un perfil particular de vulnerabilidad emocional y cognitiva:
En suma, el ofendido crónico no nace de la nada: su psicología combina ego frágil y pensamiento inflexible. Un narcisista vulnerable busca respeto constante pero, al no obtenerlo, vive en guardia atacando a quien discrepe. Su razonamiento emocional invalida cualquier debate racional –pues el acento se pone en cómo se siente él, no en lo que se dijo realmente–. Al tener un locus de control externo, cree que son los demás quienes “le provocan” sus emociones negativas, por lo que exige que cambien los otros (y no su actitud) para sentirse en paz. Y su rigidez mental impide reinterpretar críticas de forma constructiva: para él, disentir equivale a agredir.
Este cóctel psicológico es propenso a la ira y la queja constante. Por ejemplo, ante una corrección leve en el trabajo, una persona así, se podría sentir atacado, personalizando una observación que quizá nada tenía que ver con su valor personal. Cualquier roce se magnifica. Estas reacciones, que en principio son individuales, encuentran eco y refuerzo en el ámbito colectivo contemporáneo.
La cultura del victimismo (nivel colectivo)
Más allá de las características personales, debemos situar el fenómeno en su contexto sociológico. Campbell y Manning describen una transformación moral en Occidente. Es decir, el paso de una cultura del honor, luego a una cultura de la dignidad, y finalmente a la actual cultura del victimismo contemporáneo. En la antigua cultura del honor, imperaba la represalia directa ante la ofensa (duelos, violencia) y la víctima no gozaba de prestigio moral. La cultura de la dignidad (propia de los siglos XIX-XX) sustituye aquello por la idea de que las ofensas menores deben ignorarse; se valora la resiliencia y se populariza el dicho “las palabras no me harán daño”, aconsejando no sobrerreaccionar a insultos menores. Sin embargo, en décadas recientes ese ideal de aguante ha cedido ante un nuevo paradigma en ciertos sectores, siendo la cultura de la hipervulnerabilidad o victimismo.
Estos factores socioculturales se realimentan entre sí. La cultura del victimismo proporciona el guion, el cual define que la victimización da prestigio y por tanto incentiva a buscar ofensas incluso donde no las hay. La grandilocuencia moral pone en escena las performances de indignación, en las que personas que públicamente sobreactúan su ofensa para ganar puntos en su grupo, a menudo derivando en verdaderas lapidaciones digitales contra terceros por situaciones insignificantes. La fusión de identidad aporta el fervor casi religioso: sectores enteros de la sociedad enlazan su autoestima a sus ideas o señas de identidad (raza, género, partido político, religión, etc.), con lo cual se genera un debate, en el que se convierte en una batalla existencial. Y la vigilancia horizontal hace que cualquier interacción cotidiana pueda acabar en escrutinio público todos vigilan a todos, eliminando el espacio para el error o la disculpa privada.
No es casual que términos como “microagresión”, “espacios seguros” o “cancelación” se hayan vuelto moneda corriente. Ejemplos reales sobran. Desde campañas virales para arruinar la reputación de alguien por un comentario desafortunado, hasta protestas estudiantiles que impiden conferencias porque las ideas del ponente “lastiman” su identidad. En un célebre caso en Estados Unidos, una profesora universitaria fue acosada hasta la renuncia porque sus opiniones fueron tildadas de ofensivas; los estudiantes afirmaban literalmente sentirse “inseguros” ante la mera presencia de ideas contrarias. En redes sociales en español, hemos visto “funas” (escraches virtuales) donde multitudes anónimas destruyen la vida personal y laboral de algún individuo por una broma polémica o una diferencia política, con un entusiasmo justiciero. ¿El patrón común? Se elimina la distinción entre una ofensa subjetiva y un daño objetivo: toda palabra malsonante es equiparada a violencia real. Y si todo es agresión, la reacción social será siempre la confrontación.
De la ofensa a la polarización: riesgos para la cohesión social
Este clima de hipersensibilidad constante supone riesgos serios para la cohesión del tejido social. Cuando amplios grupos adoptan la lógica de “ofendidos versus ofensores” o el “nosotros contra ellos”, el espacio para el diálogo se reduce drásticamente. En su lugar, prolifera la polarización extrema. Por lo que nos encontramos bandos atrincherados que no se escuchan, convencidos de que el otro no solo está equivocado, sino que es moralmente maligno.
Al no distinguir entre ofensa y daño, se activan respuestas desproporcionadas a agravios menores. Lo que antes sería un debate acalorado hoy se percibe como una agresión intolerable que justifica represalias. Así, discusiones que podrían resolverse con diálogo terminan en denuncias, boicots o incluso violencia física. Es el mismo mecanismo psicológico que opera en procesos de radicalización: se inculca la idea de que el adversario es una amenaza existencial, por lo cual cualquier medio de defensa –por extremo que sea– está legitimado. De hecho, en la radicalización terrorista también se aprovecha un sentimiento de agravio permanente (real o imaginado) para polarizar y reclutar adeptos. Salvando distancias, la cultura de la ofensa crónica fomenta un caldo de cultivo similar de “agraviados perpetuos” dispuestos a saltar al combate ante la más mínima provocación verbal.
La fusión de identidad lleva a una sociedad fragmentada en “tribus morales” impermeables. Cada cual vive en su burbuja ideológica (frecuentemente reforzada por algoritmos de redes sociales), convencido de su superioridad ética. Cualquier dato contrario es descartado y cualquier crítico, demonizado. ¿El resultado? Comunidades incapaces de cooperar o siquiera de entenderse. Este tribalismo moral debilita los puentes comunes necesarios para resolver problemas sociales complejos. Si no podemos ni discutir políticas de salud, educación o seguridad sin sentirnos atacados personalmente, ¿cómo alcanzaremos consensos básicos?
En un entorno hipersensible, la retroalimentación honesta se silencia por miedo. Colegas de trabajo evitan señalar errores para no “herir” susceptibilidades; profesores rebajan estándares para no ofender a estudiantes; periodistas autocensuran preguntas incómodas para esquivar reacciones excesivas. Inevitablemente, esto conduce a la mediocridad y a la acumulación de frustraciones soterradas (lo que no se expresa de frente, se rumorea por la espalda). Paradójicamente, una sociedad que quiere evitar a toda costa ofender termina siendo menos transparente y más hipócrita.
Cuando expresarse como víctima se vuelve la norma, también prolifera la instrumentalización del resentimiento. Se premian las denuncias y la indignación –independientemente de su mérito–, con difusión y apoyo automático. Poco a poco, la población general se insensibiliza: con tantas alarmas encendidas por agravios menores, cuesta reconocer cuándo hay un verdadero abuso que merece atención. La inflación de la queja moral genera “agotamiento de la indignación. Es decir, si todo es terrible, al final nada lo es. Esto es peligrosísimo, pues llega el día en que ocurre una injusticia real y la sociedad, harta de tanto grito, reacciona con cinismo o apatía.
Como siempre digo, vale la pena reflexionar ¿Estamos, como sociedad, perdiendo la capacidad de procesar el conflicto verbal de forma saludable? No se trata de negar que las palabras duelan. Si reaccionamos a cada desacuerdo verbal como si fuera una agresión física, aumentamos las probabilidades de que eventualmente la confrontación escale a lo físico de verdad –una profecía autocumplida. En últimas, cuando una sociedad sobrerreacciona constantemente, su capacidad de resiliencia colectiva se erosiona. Cada diferencia se convierte en un choque, cada coyuntura polémica en una guerra cultural.
Los procesos de paz social requieren justamente lo opuesto. Es decir, dosis de tolerancia ante la discrepancia y canales institucionales para tramitar agravios reales. Sin estos amortiguadores, la convivencia cotidiana se convierte en un polvorín donde cualquier chispa (por trivial que sea) desencadena incendios difíciles de sofocar.
¿Una amenaza a la gobernabilidad de las instituciones?
Más allá del daño interpersonal y comunitario, la “ofensa crónica” plantea desafíos concretos para la gobernabilidad tanto en instituciones públicas como privadas. Empresas, universidades y gobiernos están enfrentando los efectos de esta cultura en sus dinámicas internas.
Por un lado, en varios campus universitarios de Occidente se ha documentado cómo ciertas preocupaciones por la “seguridad emocional” y la “sensibilidad” han llegado a coartar la libertad académica. Conferencistas invitados son vetados porque algún grupo se declara ofendido de antemano por sus ideas, profesores evitan discutir textos clásicos por temor a que contengan material “traumático”, y las administraciones se ven presionadas a sancionar o despedir a miembros del claustro ante cualquier campaña estudiantil en redes. La universidad, que debiese ser espacio de debate robusto e intelectual, corre peligro de convertirse en una burbuja donde solo resuenan las mismas voces. Esto perjudica su misión formativa y crea conflictos en cascada ¿Qué pasa cuando las decisiones académicas se toman no con criterio educativo, sino para apaciguar sentimientos?
En el entorno corporativo, la hipersensibilidad también pasa factura. Por un lado, muchas organizaciones implementan políticas de inclusión y lenguaje cuidadoso para evitar ofensas –lo cual es positivo en términos de respeto–. Sin embargo, llevadas al extremo, pueden generar un entorno de temor constante a “meter la pata”. Equipos de trabajo donde nadie se atreve a ofrecer feedback constructivo, o donde recursos humanos se saturan con quejas triviales, acaban siendo menos productivos y más conflictivos a largo plazo. Peor aún, en empresas grandes se han visto asentamientos de subcultura victimista. Es decir, personal que aprende que escalar cualquier desacuerdo como hostigamiento les otorga ventaja (por ejemplo, para evitar una evaluación negativa o justificar bajo rendimiento). Esto mina la moral de los demás empleados y fuerza a la gerencia a navegar delicadamente en vez de liderar con claridad. ¿Cómo ejercer autoridad o tomar decisiones difíciles si cada instrucción puede ser interpretada como un “agravio” por alguien? Una organización así se vuelve lenta, litigiosa y políticamente cargada, perdiendo agilidad y confianza interna.
En la arena política, la cultura de la ofensa redefine la comunicación institucional. Políticos y figuras públicas de todos los signos adoptan la retórica victimista: se presentan como perseguidos por sus adversarios, rechazando críticas legítimas bajo el paraguas de “me están atacando”. Esto, sumado a la presión de grupos activistas hipersensibles, puede paralizar la formulación de políticas. Los legisladores temen proponer reformas necesarias (pero impopulares para algún grupo ruidoso) por las reacciones desmesuradas que puedan enfrentar. Asimismo, los funcionarios públicos –desde un director de escuela hasta un líder nacional– se ven obligados a caminar sobre cáscaras de huevo al comunicar medidas, midiendo cada palabra para no encender polémicas virales. La consecuencia es una toma de decisiones más tímida y cortoplacista, guiada por el temor a la “próxima ofensa” más que por la visión de largo plazo. Paradójicamente, esto debilita la autoridad del Estado y las instituciones: si un grupo suficientemente ofendido puede frenar cualquier iniciativa o desacreditar a cualquier autoridad con solo clamar agravio, ¿quién gobierna a quién? La ingobernabilidad puede asomar no solo por la fuerza de la violencia tradicional, sino por esta sutil tiranía de la susceptibilidad.
En resumen, cuando la cultura del victimismo se infiltra en las normas oficiales de instituciones académicas, burocracias y empresas, altera su funcionamiento. Las reglas del juego pasan de priorizar objetivos y misiones (educar, producir, gobernar) a priorizar no herir sensibilidades. Por supuesto, cuidar la dignidad de las personas es esencial, pero el equilibrio se rompe si cualquier conflicto menor se amplifica como crisis. Un Estado de derecho debe proteger a las víctimas reales de injusticias reales; pero si todo desacuerdo cotidiano se interpreta en clave de víctima/agresor, los mecanismos institucionales se saturan y pierden legitimidad.
Conclusiones: recuperando la resiliencia social
La hipersensibilidad social y la ofensa crónica presentan un desafío multidimensional. Psicológicamente, nos habla de individuos frágiles al volante de emociones incontroladas; sociológicamente, de una cultura que recompensa al agraviado profesional y castiga el disenso. En términos de seguridad y cohesión, el panorama es preocupante: una sociedad incapaz de distinguir entre una ofensa subjetiva y un daño objetivo queda a merced de la confrontación constante. Cuando todo es una ofensa, todo conflicto se vuelve personal e innegociable, preparando el terreno para la polarización extrema.
¿Qué podemos hacer al respecto? Quizá valga la pena recuperar algunas actitudes de la “cultura de la dignidad” sin por ello desatender las legítimas reivindicaciones de respeto. Recordar que tolerar pequeñas frustraciones es signo de madurez, no de debilidad. Fomentar la idea de que el diálogo exige escuchar cosas que tal vez no nos gusten –y que eso está bien, forma parte de vivir en comunidad. Reaprendamos a preguntarnos antes de juzgar: ¿Quiso realmente ofenderme la otra persona, o estoy interpretando mal?; ¿gano algo reaccionando con furia, o puedo manejar esto de otra forma?
Como criminólogo, mi perspectiva es que la mejor vacuna contra la violencia es revalorizar el conflicto verbal bien llevado, es decir, permitir desacuerdos y debates vigorosos sin que ello rompa los lazos sociales. Una sociedad verdaderamente segura no es la que elimina toda palabra hiriente –eso es utópico e incluso peligroso–, sino la que cuenta con anticuerpos culturales para procesar esas heridas sin gangrenarse: sentido del humor, empatía, y sí, algo de piel más gruesa.
Al final, quedan preguntas abiertas para nuestra reflexión colectiva ¿Estamos criando generaciones menos resilientes emocionalmente al sobreprotegerlas de cualquier discurso disonante? ¿Cómo equilibrar la protección de grupos vulnerables (que sin duda merece atención) con la defensa de la libre expresión y el disenso que fortalecen una democracia? ¿No será que este estado de “alerta moral permanente” termina convirtiéndose él mismo en una amenaza para la convivencia pacífica que pretendía salvaguardar?
La invitación es a encontrar de nuevo ese espacio intermedio donde cabe la crítica sin crueldad y la discrepancia sin histeria. Quizás, en lugar de una sociedad de cristal que se quiebra ante cada impacto, podamos aspirar a una sociedad “antifrágil”, que se fortalece con el debate y aprende de la fricción. Lo digo por experiencia y como hombre casado, las relaciones se construyen con confianza y resolviendo las diferencias con diálogo, tolerancia, comprensión y respeto. Eso no significa que tengamos que callarnos, sino todo lo contrario, decir la verdad, pero con respeto. Del mismo modo, saber afrontar la verdad, cuando esta viene directa hacia ti. Seamos resilientes.
Cristian Rodríguez Jiménez. Criminólogo especializado en Terrorismo y Radicalización. Analista en Seguridad Física.












