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Crítica y reflexión al papel del abogado penalista en la impartición de justicia. Segunda parte

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Basta visualizar el sentido actual de la norma penal a través de posturas que legitiman contenidos, resumidos a identificar el bien jurídico protegido dentro de la vigencia factual o virtual de la misma normatividad, para observar la lejanía del intérprete del Derecho con relación a las determinaciones de la política y a sus consecuencias, no sólo del operador, pues, al final del día, todo estudioso o litigante debe interpretarla cuando su sentido literal no es claro; este análisis, más allá de tratar de enunciar errores, explica la necesidad del análisis dogmático.

Otro de los grandes problemas que existen actualmente, y relacionados a la política, son las antinomias en lo que se refiere al poder y sus alcances versus la libertad, y es que a lo largo de la historia es la reflexión hacia el poder la que ha otorgado protagonismo a los demás componentes del conjunto social que, por muchos siglos, guardaron una posición de subordinación al poder, destacando dos: derechos y libertades.

Esta subordinación no ha culminado más que en el trato de los derechos como una estigmatización, como una atribución discrecional para el Estado, aun hoy día se conciben desde cúpulas del poder, los derechos como privilegios. Se ha abandonado de a poco la centralidad de los derechos de los individuos y también sus libertades, el Estado es el ente de derechos delimitados y sólo legitimados por la voluntad del pueblo bajo el marco de la vigencia de derechos que preceden incluso a la creación y conformación de ese Estado.

Es por lo que se sostiene que ese ejercicio del poder ha convertido al Derecho en algo lejano para los individuos y una herramienta eficaz para lograr los cometidos de la administración pública.

Las antinomias que nos hacen cuestionar las relaciones entre Estado y sus ciudadanos o poder y libertades deberían servir para justificar también la presencia del Estado en lo que se refiere a su capacidad de protección de la vida y los derechos de los hombres, lo que se conoce como la institución orgánica de la paz.

Pero lo que concebimos actualmente es que dichas antinomias tienen un efecto regresivo en la construcción de nuestra ciencia jurídico-penal, en la que celebramos cuando los operadores judiciales acatan lo dispuesto por nuestra ley fundamental, cuando debería ser una obligación que, al menos en nuestra materia, esté determinada por el control de constitucionalidad y que no se llegue sino a advertir en instancias ulteriores a las que atienden el conflicto inicial.

Involucrarse en estas antinomias altera el vínculo histórico que tienen los gobernados con los gobernantes, pues la relación de obediencia y mando son un correlato del reconocimiento de ciertos derechos inviolables que protegen al individuo contra o sobre el Estado.

Pero este tomar parte puede tener dos vertientes, por un lado, la que privilegia la vigencia y el ejercicio de la autoridad y, por el otro, quien toma en mayor consideración los derechos y las libertades de los individuos, que es una posición antagónica frente al Estado.

Surgen de esta manera dos estilos de pensamiento, una aparente dicotomía que no sólo ocupa a los que estudian la política, sino también a los juristas, porque -como ya se mencionó- el Derecho es precisamente instrumento de la política; mayor atención deben prestar los penalistas a este efecto, puesto que el sistema penal expresa y pone en acción el poder coactivo que define la naturaleza del deber político y la presencia del poder punitivo del Estado, o sea, su derecho de “castigar”.

Foucault, en la década de los setentas, desarrolló el término panóptico, su metodología y su estudio ha permitido el control hacia las personas por parte de pocos custodios, al margen de instituciones disciplinarias, así los presos, los enfermos, los estudiantes, los militares, policías, etcétera., son personas que comparten un denominador, el sometimiento al control, así todos ellos pueden ser observados aunque se trate de una cuestión meramente operativa y no estrictamente tangible, en la que -al final del día- todos nos volvemos espectadores, incluso los abogados y entendidos de las ciencias penales.

Ahora bien, existe una confianza tácita en la efectividad de los mecanismos punitivos del control social, este criterio actualmente es aceptado y reproducido por la mayoría de los penalistas, lo que nos habla de una sobreestimación de la función del Derecho Penal, y es que nuestra norma nos ha inculcado un mundo o realidad previsible, existe un morbo ineludible en el espectáculo que significa el juzgar a los delincuentes, las amenazas de cárcel, o la ejecución de las penas, y lo más interesante es que la administración técnica o jurídica pasa a segundo término, el populismo punitivo incluso ha superado cualquier derecho de defensa.

Quizás lo anterior se debe a que el estudio de la Criminología en antaño y con sus escuelas vigentes se ha dedicado a imaginar al sujeto activo del delito o delincuente como un ser defectuoso, portador de un déficit orgánico, intelectual, psicológico o social que lo construye en un fenómeno excepcionalmente controlable, corregible o neutralizable por parte del Estado, en el que basta un cambio en su denominación que depende de la etapa procesal o diligencia que se despliegue y de la cual es parte y que, al final del día, sólo representa un número dentro de la gran escala de estadísticas en la procuración e impartición de la justicia.

Ante tal disertación me cuestiono: ¿el orden social actual está asentado solamente en los mecanismos punitivos? Esa pregunta nos invita a un profundo ejercicio de reflexión, pues parece utópico, pero de ser real la responsabilidad es de quienes somos agentes de todo ese sistema penal.

¿Por qué no ejercer un mecanismo efectivo de control social que se construya a través de la construcción de hombres dóciles, de sujetos que se autocensuren, se autorregulen, y su máxima sea la expresión de su voluntad? Parece un postulado subjetivo, pero es, ante la concepción del Derecho Penal como herramienta del Estado, la promesa de un mundo ordenado, donde la igualdad es un atributo y un derecho de la persona.

El orden entonces debería ser la alternativa al control, y el Derecho Penal y los penalistas deberían estudiar la previsibilidad de los comportamientos extraños a nosotros, las expectativas de cuánto o cómo pueden conciliarse nuestras acciones sociales, la articulación y armonía de nuestras necesidades y las de los demás, esto presupone la estabilización subjetiva de ciertas seguridades que no dependen propiamente del Estado, en ese estudio está la presencia de la ley, para que no esté sujeta la interacción humana a la expectativa de una sanción.

Se ha concebido en la contemporaneidad que el orden social requiere del establecimiento de un Estado que sea capaz de monopolizar la violencia legítima como un medio de erradicación de la violencia social difusa, de esta manera esa violencia se considera ilegítima y toda idea de certidumbre la da el Estado.

En pocas palabras, es la coerción jurídica la que regulará la espada del soberano, que deberá implantar paz y alejar del Estado esta naturaleza que corrompe a la sociedad. Una prueba más tangible de esto es la naturaleza jurídica limitativa de nuestra legislación penal, pues no construye ni constituye, sino más bien delimita a través de supuestos.

(Continuará).

 

Moisés Santiago Gómez

Licenciado en Derecho, con posgrados en materia Penal, Amparo, Derechos Humanos y Propiedad Intelectual por la Universidad Nacional Autónoma de México, Profesor Universitario. Seminarista y Articulista. Defensor por convicción.

Instagram: @moises.santiagomx

 

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