Se cumplió ya más de una década de la gran reforma en materia de Derechos Humanos de aquel 10 de Junio de 2011, que quizá pequeña en texto, pero grande en su esencia y en la gran responsabilidad que adquirió el Estado Mexicano frente al respeto irrestricto a las prerrogativas que le asisten a todo ente biopsicosocial por el simple hecho de coexistir en un orden social.
Surgieron grandes paradigmas como la “interpretación conforme” y el principio de favorabilidad llamado “principio pro persona” (cuya polémica surgió al denominársele pro-homine), también se incorporaron principios constitucionales de interpretación de los Derechos Humanos, tales como la Universalidad, Interdependencia, Indivisibilidad y Progresividad.
Además, ha de destacarse que, taxativamente, el Estado adquirió el gran compromiso de promover, respetar proteger y garantizar los Derechos Humanos y, ante una situación de su eventual vulneración, quedó plasmado que México debe, en primer lugar, prevenirla, si ésta se ha generado debe investigarla y, por ende, sancionarla, pero sobre todo reparar el daño causado con motivo de su transgresión.
No debe pasar inadvertido que dicha reforma conllevó además que los Tratados Internacionales de los que el Estado Mexicano sea parte adquirieron ese carácter de “Ley Suprema” y, quizá, sin quererlo directamente, se obtuvo la incorporación formal de un régimen constitucional de protección de los Derechos Humanos desde una óptica internacional, esto es, se adoptó materialmente el Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
Tras lo anterior, implicó que los Estados Unidos Mexicanos hicieran realidad aquellos compromisos internacionales adquiridos en materia de Derechos Humanos y no quedaran solamente en letra muerta o como un mero idealismo, pues justamente con la “interpretación conforme” dieron pauta a analizar cualquier norma relativa a un Derecho Humano desde una óptica constitucional y convencional.
Ahora bien, es prudente resaltar que pese a que esta paradigmática reforma se da hasta mediados del año 2011, las obligaciones internacionales de México ya existían, pues nuestro país, al encontrarse en el continente Americano, es miembro de la Organización de Estados Americanos (OEA) desde 1948, al participar en la suscripción de la denominada “Carta de la OEA”.
A su vez, un instrumento icónico en materia de Derechos Humanos es la Convención Americana sobre Derechos Humanos, mejor conocido como “Pacto de San José, Costa Rica” de fecha 22 de Noviembre de 1969, misma que, por cierto, entró en vigor a nivel internacional hasta el 18 de Julio de 1978, esto es, empezó a ser vinculante para los Estados miembros de la OEA y firmantes del Pacto de San José.
En el caso de México, se adhirió a la Convención al haber depositado su adhesión a la Secretaría General de la OEA en Marzo de 1981, por lo que en fecha 7 de Mayo de 1981 se publicó en el Diario Oficial de la Federación la adhesión a dicho Pacto y, por ende, su obligatoriedad para el Estado Mexicano, preponderantemente al realizar los ajustes y modificaciones legislativas a fin de adoptar los compromisos internacionales adquiridos.
Con esto, México quedaba sujeto al régimen de supervisión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, sin embargo, hacía falta el aspecto jurisdiccional y contencioso, por lo que hasta el 24 de Febrero de 1999, mediante Decreto publicado en el Diario Oficial de la Federación, se reconoció la jurisdicción contenciosa de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, es decir, hace 21 años, aproximadamente.
Sin embargo y, a pesar de haberse suscrito y ratificado dichos instrumentos internacionales e, incluso, reconocer su jurisdicción, pareciera que dicha Justicia Interamericana aún se veía lejana, pues a pesar de existir tratados internacionales – Convenciones Interamericanas – que regulaban aquellas prerrogativas fundamentales, el Estado Mexicano parecía no hacer realidad su incorporación.
Y debe destacarse, que a pesar de existir el antecedente en el Amparo en Revisión 799/2003, pues nuestro Máximo Tribunal adoptó por primera vez el principio “pro persona”, fue justamente hasta mediados de 2011, al resolverse el polémico expediente “Varios 912/2010 por la Suprema Corte de Justicia de la Nación al dar cumplimiento a la Sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “Radilla Pacheco”. Dicha resolución marcó un hito en lo que respecta a la adopción del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, pues se pronunció respecto al “control de convencionalidad ex-officio” que debía ejercer la Autoridad Judicial como parámetro de regularidad constitucional y/o convencional, incorporándose materialmente a nuestro marco de aplicación la actividad jurisdiccional denominada “control difuso”.
Y, previo a explicar en qué consiste el control difuso, debe destacare que, acorde a las corrientes internacionales de los Derechos Humanos, todo Estado –como forma de organización política– goza de instrumentos e instituciones (judiciales) capaces de impedir que una norma contenida en su ordenamiento vigente que resulte violatoria de algún derecho fundamental no pueda tener impacto o afectación alguna.
Se ha sostenido que existen dos formas de realizar un Control de Constitucionalidad y/o Convencionalidad: concentrado y difuso; el concentrado conlleva que solamente una Autoridad Jurisdiccional a través de una determinada acción en particular tenga la facultad de declarar nula e invalidar una norma que resulta violatoria de Derechos Humanos y fundamentales; por su parte, en el control difuso (por su cualidad), sin que exista una vía, instancia o procedimiento en particular, todas las Autoridades Judiciales, en el ámbito de sus competencias, tienen la facultad de “inaplicar la ley” que resulte violatoria de Derechos Humanos, sin que ello implique una declaratoria general de nulidad o invalidez, pues solamente para este caso en particular y para ese momento dicha ley no será aplicable.
Nótese que la distinción entre el control concentrado y el difuso emana de que, por una parte (concentrado), sólo una autoridad tiene el poder de invalidar la ley y, en el difuso, cualquiera. Por lo que, a criterio del que suscribe, podemos afirmar que México desarrolla también un control “mixto”, pues no sólo la Suprema Corte puede invalidar una norma, pues también un Juez de Distrito, un Tribunal Unitario o Colegiado puede pronunciarse al respecto y generar dicha invalidez de la norma.
Pues bien, justamente a raíz esta resolución Varios 912/2010 y su gran complemento que lo es la Contradicción de Tesis 293/2011, fue que el Derecho Internacional de los Derechos Humanos en México tomó un curso cada vez más vinculante para todos los Órganos Jurisdiccionales, indicándose primeramente que existía un bloque de constitucionalidad, para arribar con posterioridad a los “parámetros de regularidad constitucional”.
Dichos parámetros de regularidad conllevan que las Autoridades (judiciales) analicen toda normatividad a fin de identificar si ésta resulta compatible con la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, así como con los Tratados Internacionales de los que el Estado Mexicano sea parte, pues debemos recordar que ese control difuso resulta oficioso para todos los Juzgadores.
Así, podemos establecer con precisión que el control difuso constituye un parámetro de regularidad constitucional y convencional, pues justamente tiene como finalidad identificar que los actos y las normas sean formal y materialmente compatibles con la Constitución (control difuso de constitucionalidad), así como con algún Tratado Internacional que México haya suscrito (control difuso de convencionalidad).
Luego entonces, la gran labor que tienen los Jueces de Control, de Tribunal de Enjuiciamiento, de Ejecución, los Magistrados de Tribunales de Alzada, Autoridad de Amparo (directo e indirecto) es identificar si un acto o norma resulta formal y/o materialmente incompatible con la Constitución o con algún Tratado Internacional para proceder a su inaplicación.
Ahora bien, para inaplicar una norma a través del control difuso, a pesar de ser oficioso y, por ende, obligatorio para las Autoridades Jurisdiccionales, no menos cierto es que al estar toda normatividad revestida de constitucionalidad (y convencionalidad), se asume que su elaboración y contenido se presume como correcta y no violatoria de Derechos Humanos, siendo completamente lógico, pues generaría una gran distracción en la función jurisdiccional el hacer ese análisis previo de constitucionalidad y convencionalidad.
Por ello, corresponde en gran medida al usuario de la administración de Justicia hacer notar aquella contradicción o incompatibilidad de determinada porción normativa que implique la restricción o menoscabo en el ejercicio de un derecho, pues no basta que simple y llanamente del texto se advierta una contrariedad constitucional o convencional, pues materialmente debe producir alguna desventaja o restricción en el ejercicio de un derecho para poder ser sujeto de control difuso.
Finalmente, para la procedencia y correcto ejercicio de un control difuso que conlleve a la inaplicación de una norma, debe de establecerse cuál es de manera específica la porción normativa (cierto texto) que resulta opuesto o incompatible con la Constitución o algún Tratado Internacional, asimismo, deberá indicarse con toda precisión el Derecho Humano o fundamental afectado y, concretamente, en qué consiste la afectación y/o restricción en el pleno goce o ejercicio de dicho Derecho Humano o fundamental.
Una vez que la Autoridad Jurisdiccional advierta estos elementos, estará en condiciones de realizar ese ejercicio de análisis, valoración y, sobre todo, ponderación, respecto a la porción normativa invocada y con la restricción al ejercicio de un determinado Derecho Humano o fundamental, para, en su caso, pronunciarse respecto a la “inaplicación” de la norma y simple y llanamente dar curso al momento procedimental como si dicha porción normativa no tuviera vida en el mundo jurídico.
Resultando menester señalar que en el ejercicio del control difuso deberá indicarse con toda precisión el dispositivo Constitucional o Convencional que contraviene la porción normativa atacada de formal y materialmente incompatible o contrapuesta y, con ello, justamente identificar si resulta o no procedente, siendo también procedente en aquellos casos donde exista ausencia de legislación, pues ello representa la imposibilidad adjetiva para ejercer un Derecho Humano o fundamental.
Así, el control difuso funge como una herramienta vital para el ejercicio de los Derechos Humanos, pues permite inaplicar de manera inmediata aquella porción normativa que se contrapone a la Constitución o a un Tratado Internacional y, así, garantizar que los Derechos Fundamentales sean ejercidos sin restricción o limitación alguna, salvo aquella que de manera expresa realice nuestra Carta Magna.
Francisco Jesús Serralde Gallegos
Abogado Postulante en Materia Penal, Catedrático en la Facultad de Derecho de la UNAM, Especialista en Derechos Humanos, Especialista en Proceso Penal y Garantismo y Maestro en Derecho Procesal Penal.
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