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Crítica y reflexión al papel del abogado penalista en la impartición de justicia. Tercera parte.

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Se dice que, a mayores interdependencias, menores serán las libertades de los individuos, esas libertades que los hombres modernos creíamos haber conquistado. Esto no es una casualidad, el Estado se ha convertido en el regulador minucioso de la población, asumiendo funciones de dirección tanto en la economía como en las cuestiones sociales, y que de una u otra manera impactan en el Derecho Penal.

En antaño, la relación de los individuos con el Estado era participativa, y la libertad consistía en poder tener una participación en el devenir y destino del Estado, con el que estaba estrechamente vinculado, y hoy en día, en un Estado garantista que tiene la obligación de proteger Derechos Humanos, la vinculación es impersonal, la figura del Estado es abstracta y la libertad consiste en poder participar activamente en nuestras vidas privadas sin restricción alguna.

Pero con la latente suposición de ser acreedores de una sanción, y el anteponer nuestro bienestar por el ulterior, y bajo ese contexto, se trata de una barrera negativa contra la intromisión del poder político. ¿De verdad conviene destinar energía y esfuerzo en convertir del Derecho Penal más que la actual moneda de cambio para el ejercicio de la potestad punitiva? De cualquier manera, la actividad pública cada vez requiere menos de los ciudadanos.

Ahora podemos vislumbrar con mayor claridad cuál es el punto de partida que orienta el trabajo jurídico y la práctica profesional de abogados y jueces, la visión de la política en un sentido amplio es fundamental, y para quien privilegie la defensa de la libertad individual frente al Estado, debe entender que requiere más que la aplicación técnica de la norma para hacer valer sus propósitos, pues de aplicarla lisa y llanamente esa práctica perpetuará la coerción social y no construirá sobre bases sólidas la progresividad de la norma penal.

La sociología ha jugado un puesto importante en dar forma a esa concepción abstracta de las relaciones de poder a través de la potestad punitiva, por decir un ejemplo, es cierto que el acento histórico puesto por el sistema de castigos legales en la criminalidad de las clases bajas, la correlativa y tradicional inmunidad penal de los comportamientos sociales dañinos de las clases altas, los delitos de cuello blanco se han estudiado como una especie de compensación histórica, dígase una reparación, para no ensañarse con los vulnerables, y de hecho el Derecho Penal perdió esa batalla, pues hoy en día la balanza se inclina más de un lado que de otro.

Con todas sus instituciones jurídico-penales, esta aseveración sólo refuerza el dicho de que se ha tergiversado el garantismo y se ha vuelto, como en todos los episodios de la historia, contra los sectores vulnerables.

La concepción dogmática de las nuevas exigencias del Derecho Penal no ha sido del todo diseñada, y es que el Derecho Penal cuando en su campo de acción roza con la política ya no es un instrumento, se concibe como un cúmulo de ideas dogmáticas arcaicas y antiguas que sólo intenta inútilmente de proponer, quizás porque al proponer aún con limitantes propias de su naturaleza se terminen las certezas que el Estado procura para sus ciudadanos, los jueces sólo terminan por adaptarse a todo el engranaje sistemático, y las opiniones no tienen mayor injerencia.

Nuestro Derecho Penal construido por símbolos formales que trata de producir un menor quebranto social y ofrece una supuesta mayor racionalidad, ha muerto, este podría ser fácilmente sustituido y verse satisfecho por otros mecanismos sociales, es deber de los juristas construir un referente donde se haga evidente la inconstitucionalidad y el deliberado fin utilitario que ha propuesto el poder punitivo del Estado, sopesar de erradicar esa cortina perversa con la que se justifica el Derecho Penal del enemigo, donde el enemigo es sencillamente el derrotado del sistema. ¿Cómo puede ser el derrotado, el estigmatizado y último foco del estudio del Derecho Penal el enemigo?

Nunca, nada, jamás se puede justificar la pérdida de la libertad, si el sistema en aras de la protección ulterior ultraja los derechos de los individuos se debe repensar la estructura de todo ese grado de conocimientos, y hay que tomar partido en esa impartición y procuración de la justicia.

La historia del Derecho Penal es noble, pues ha permitido la participación en su abstracción, pues la punibilidad es, o debería ser, una concepción independiente, la progresividad de las garantías, el paulatino establecimiento de límites al poder, el fortalecimiento de libertades y derechos. Esa historia no debe ser olvidada.

Quien considere al Derecho Penal como una herramienta de control útil para todo tipo de servicio público o en ‘vendettas’ personales se enlista en todos los que sirven ciegamente y a pesar de su voluntad al poder; de ese mismo modo lo hacen quienes resumen su grado de conocimiento a sólo una práctica mecánica de las instituciones normativas y procesales que constituyen el Derecho Penal, sin considerar su entorno o su historia, mucho menos sus consecuencias, ya sean estas directas o indirectas, la libertad no es una divisa otorgada por un ejercicio llano.

La finalidad siempre será reducir la cuota de dolor que el ejercicio tradicional del Derecho Penal derrama en la ciudadanía. No se trata de una ilusión, se trata de una realidad que por muchos años se ha ignorado y que requiere de la participación de la ciudadanía para su realización.

Han proliferado en este siglo XXI las incriminaciones de carácter penal que tienen como única razón de ser asegurar el control por el control mismo, con órganos carentes de autonomía y organicidad, esto consuma obsesivamente la vigilancia minuciosa dirigida a controlar comportamientos penalmente relevantes en todos los niveles, sin distinción, pero a la vez sin rostro.

Esa es la realidad que se advierte en muchas leyes de México, donde el individuo ante la colectividad se encuentra en una posición nada favorable, provistas de costos penales muy altos en comparación del beneficio que se persigue, lo que hace que se prolifere la condena falsa, la impunidad, pero sobre todo la desconstrucción de nuestro sistema penal. Esto no significa en ningún sentido que no deban establecerse formas de control ante la presencia de injustos penales, pero sí que se debe restringir el empleo irracional de los instrumentos punitivos del Estado que violentan abiertamente el principio de la ‘ultima ratio’ y de legalidad principalmente.

Como juristas, ¿de qué lado debemos estar? La respuesta es valorativa, y quizás se pueda caer en la arbitrariedad al tratar de responder, pero el propósito siempre debe ser el cuestionar, oponer una fuerte crítica y no ignorar la latente realidad.

Mi posición es decidida por convicción, las libertades y la autonomía siempre las defenderé, pues no sólo estoy pensando en mis intereses como parte de una sociedad, todo lo que es humano no me es ajeno, cuestiono al Estado, a sus servidores públicos cada vez más carentes de autonomía, sin ser responsables de ello en tiempos donde se desvanece la esperanza de ser gobernados por agentes virtuosos[1] y respetuosos de la ciencia jurídico-penal. Tomo partido, construyo desde las limitantes del contexto político y social una concepción que forma parte de una tradición que muchos otros han seguido y alimentado.

 

Moisés Santiago Gómez.

Licenciado en Derecho, con posgrados en materia Penal, Amparo, Derechos Humanos y Propiedad Intelectual por la Universidad Nacional Autónoma de México, Profesor Universitario. Seminarista y Articulista. Defensor por convicción.

Instagram: @moises.santiagomx

 

Cita.

[1] VIRGOLINI, Julio, ¿control o libertad?, Política Criminal, Revista de Derecho Penal y Criminología, Argentina, 2014.

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