El sistema de justicia penal en México está diseñado para ser imparcial, equitativo y justo, garantizando que todos los individuos, independientemente de su condición social o económica, enfrenten las mismas consecuencias ante la ley pero la realidad muestra un panorama completamente distinto. La corrupción y la criminalización selectiva han erosionado la equidad en el sistema punitivo, generando una situación donde las élites y los poderosos gozan de impunidad, mientras que los sectores más vulnerables de la sociedad son objeto de persecuciones más severas y desproporcionadas.
En México, la corrupción es un problema sistémico que afecta prácticamente todas las esferas del gobierno y la sociedad. El sistema de justicia no es inmune a esta realidad; por el contrario, en muchos casos es donde se manifiestan de manera más visible y dolorosa las desigualdades. La corrupción en el sistema judicial se presenta en diversas formas, desde sobornos a jueces, fiscales y policías, hasta la manipulación de pruebas y la presión política para proteger a ciertos individuos. Estas prácticas, más que excepciones, se han vuelto una constante que distorsiona la justicia, sobre todo cuando se trata de personas con poder e influencia.
La criminalización selectiva agrava esta situación, los pobres y los marginados se enfrentan a un sistema punitivo que actúa de manera desproporcionada en su contra. Las élites, por el contrario, logran evadir las consecuencias de sus actos, protegiéndose bajo un manto de influencia política, económica o social. Un caso paradigmático es el tratamiento que se da a los delitos de cuello blanco en México. Mientras que un pequeño robo o la posesión de drogas puede llevar a una persona a pasar años en prisión preventiva, los grandes desfalcos y fraudes financieros, que afectan a miles de ciudadanos, a menudo son tratados con indulgencia. Los responsables de estos delitos son frecuentemente liberados bajo fianza, evitan largas condenas o simplemente logran que los cargos desaparezcan gracias a conexiones influyentes y negociaciones corruptas.
Esta disparidad no solo refleja una falla moral y ética en el sistema de justicia, sino que también tiene profundas implicaciones sociales. La desigualdad en el acceso a la justicia refuerza la idea de que las leyes no son iguales para todos, debilitando la confianza de la sociedad en sus instituciones y en la capacidad del Estado para proteger los derechos fundamentales. Cuando un campesino o un trabajador de bajos ingresos puede ser arrestado y encarcelado por años por delitos menores, mientras que un político o empresario corrupto evade el castigo por malversar millones, el mensaje es claro: el sistema protege a los poderosos y castiga a los vulnerables.
Las estadísticas muestran con claridad esta realidad. En México, una gran parte de la población carcelaria está compuesta por personas de escasos recursos, muchos de los cuales no pueden pagar una defensa adecuada. Además, la prisión preventiva se aplica de manera desproporcionada contra los pobres. Este mecanismo, que debería ser una medida excepcional para evitar que los acusados escapen de la justicia o pongan en peligro el proceso penal, se ha convertido en una herramienta punitiva que afecta principalmente a quienes no tienen los medios para defenderse adecuadamente. En muchos casos, los acusados pueden pasar años en prisión sin haber sido condenados formalmente, lo que en la práctica equivale a una condena anticipada.
La falta de acceso a educación, empleo digno y servicios básicos genera un entorno donde los más desfavorecidos son más propensos a caer en conductas delictivas menores, muchas veces como medio de subsistencia. Sin embargo, en lugar de abordar las causas estructurales de la pobreza y ofrecer soluciones que promuevan la inclusión social, el Estado responde con represión y castigo. En lugar de ver la falta de oportunidades como un factor de riesgo que necesita ser abordado con políticas sociales, el sistema punitivo actúa como un instrumento de control social que refuerza la marginalización de los más pobres.
Por otro lado, los delitos de cuello blanco y la corrupción de alto nivel rara vez son castigados con la misma severidad. Aunque se han producido algunos avances en los últimos años, con la creación de instituciones como el Sistema Nacional Anticorrupción, los resultados han sido limitados. Los casos de políticos y empresarios acusados de corrupción a menudo se diluyen en procedimientos judiciales interminables, que finalmente conducen a absoluciones o penas mínimas. En muchos casos, los responsables simplemente se fugan del país o negocian acuerdos que les permiten conservar gran parte de los recursos obtenidos de manera ilícita.
Este doble estándar en la aplicación de la justicia refuerza la percepción de impunidad entre la élite, que ve el sistema legal como un mecanismo que puede ser manipulado en su favor, mientras que los pobres y marginados ven la justicia como un aparato opresivo que los castiga sin piedad. Esta disparidad no solo es una cuestión de corrupción individual o de malas prácticas judiciales; es una expresión de las profundas desigualdades sociales y económicas que dividen a la sociedad mexicana. La justicia punitiva en México no es solo una cuestión de aplicar leyes; es un reflejo de quién tiene el poder y quién no.
En un contexto tan adverso, la reforma del sistema de justicia penal se vuelve una necesidad urgente. La corrupción debe ser atacada de manera frontal, y las leyes deben aplicarse de manera equitativa para todos los ciudadanos. Sin embargo, las reformas legales por sí solas no son suficientes. También es fundamental cambiar la cultura que ha normalizado la corrupción y la impunidad. Esto requiere una transformación profunda de las instituciones, pero también de la mentalidad de la sociedad. La lucha contra la corrupción no puede depender únicamente de castigar a unos pocos chivos expiatorios; debe ser un esfuerzo colectivo que incluya tanto a las autoridades como a la ciudadanía.
Asimismo, es necesario replantear el enfoque punitivo del sistema penal mexicano. La justicia no puede seguir basándose únicamente en el castigo; debe promover la reintegración social, la prevención del delito y la reparación del daño. Un sistema punitivo que solo castiga a los pobres mientras protege a los poderosos no es sostenible ni moralmente aceptable. Debe haber un cambio hacia un modelo de justicia que sea verdaderamente inclusivo y que no perpetúe las desigualdades estructurales de la sociedad.
La criminalización selectiva y la corrupción son síntomas de un sistema de justicia que ha perdido su rumbo. En lugar de ser un pilar de equidad y protección de los derechos humanos, el sistema punitivo en México se ha convertido en un mecanismo que perpetúa las injusticias. La desigualdad en el acceso a la justicia es una de las mayores amenazas para la cohesión social y el desarrollo del país. Es imperativo que se realicen reformas profundas que garanticen que las leyes se apliquen de manera justa para todos, independientemente de su clase social o nivel de poder.