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Niñez en la mira: el reclutamiento de menores por el crimen organizado en México

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Cuando un niño de once años vigila la entrada de un barrio para alertar sobre la presencia de patrullas, no estamos ante un simple “halcón”; estamos presenciando la ruptura temprana de la infancia y la cooptación de la próxima generación por las economías criminales. El fenómeno del reclutamiento de menores por grupos delictivos en México ha dejado de ser una excepción: se ha convertido en una práctica sistemática que exprime la vulnerabilidad de quienes aún no terminan la primaria para mantener viva la maquinaria de la violencia.

Las cifras son tan oscuras como contundentes. De acuerdo con la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM) y el Centro de Estudios Sociales y Culturales Antonio Montesinos, alrededor de 250 000 niñas, niños y adolescentes se encuentran actualmente en riesgo de ser captados por células criminales . Esa “cantera” de mano de obra infantil cubre todas las etapas de la cadena delictiva: desde el “halconeo” y la venta al menudeo de drogas hasta la extorsión, el sicariato y la explotación sexual. Reinserta, organización que trabaja dentro del sistema penitenciario, estima que al menos 30 000 menores ya participan activamente en estas tareas , mientras la Comisión Nacional de los Derechos Humanos calcula que más de 10 000 fueron detenidos por delitos asociados a la delincuencia organizada en los últimos 16 años . La diferencia entre los que hoy están “en riesgo” y los que ya empuñan un arma es, muchas veces, el tiempo que tarda un cartel en hacerles una oferta que la pobreza, la desigualdad y la ausencia de Estado no les permiten rechazar.

El reclutamiento opera mediante un ecosistema de seducción y coerción. Para los más pequeños —se han documentado casos entre los seis y los doce años— la puerta de entrada suele ser la mensajería o la observación encubierta; para los adolescentes, las funciones se vuelven más sanguinarias: cobrar piso, trasladar cuerpos, participar en secuestros o ejecutar homicidios. Los incentivos se combinan con amenazas directas a la familia, promesas de pertenencia o falsas oportunidades económicas. REDIM ha documentado que las redes sociales, los videojuegos y las “amistades” de escuela son hoy los canales de reclutamiento que reemplazan a las viejas invitaciones cara a cara . En territorios donde la presencia institucional es débil —zonas rurales de Guerrero, Michoacán o la Sierra de Chihuahua—, los criminales actúan a plena luz del día; en contextos urbanos, el cebo se mueve a través de chats y plataformas digitales donde las pandillas comparten supuestas “vacantes”.

La arquitectura jurídica mexicana se ha quedado corta frente a la magnitud del problema. Aunque la trata de personas contempla el uso de menores con fines de explotación, el reclutamiento forzado específico no está tipificado como delito autónomo en el Código Penal Federal, lo que dificulta su persecución y deja huecos de impunidad donde los cárteles prosperan . El Comité de los Derechos del Niño de la ONU ha urgido a México desde 2011 —y lo reiteró en 2015 y 2024— a legislar con claridad sobre este punto, pero los esfuerzos se han estancado en los pasillos legislativos .

La LXVI Legislatura parece haber tomado nota. En febrero de 2025, un grupo plural de diputadas presentó una iniciativa que reforma la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, el Código Penal Federal y la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada para castigar a quienes recluten a menores . Un mes después, nuevas propuestas añadieron agravantes para captación mediante redes sociales o en delitos de alto impacto . En el Senado, proyectos similares apuestan por penas de hasta 40 años de prisión y multas que se cuentan en miles de días de salario . El reto, sin embargo, no es solo aprobar la ley, sino articularla con políticas públicas que limpien el terreno fértil donde crece el reclutamiento: pobreza, falta de oportunidades educativas, deserción escolar y ausencia de espacios seguros de participación comunitaria.

Los estándares internacionales ofrecen lecciones valiosas. Colombia, con décadas de conflicto armado interno, reconoció este fenómeno y creó un marco penal específico que persigue tanto a los reclutadores como a los financiadores; al mismo tiempo, instauró rutas de desarme, desmovilización y reintegración para antiguos niños soldados. El Reino Unido, frente al esquema “County Lines”, penalizó la explotación de menores para el transporte de drogas e integró a la policía local con servicios sociales y escuelas para detectar tempranamente señales de captación. México puede —y debe— adaptar estos aprendizajes para atender el problema antes de que la siguiente generación quede atrapada en el círculo vicioso de violencia y marginación.

Que un niño empuñe un radio para avisar la llegada de la policía no es un fenómeno aislado: expone la falla de un sistema de protección integral. Las ausencias familiares —producto de migración, feminicidio o encarcelamiento— se suman a la precariedad económica y a la fragmentación comunitaria. Ahí surge la figura del líder criminal que reemplaza al mentor, ofrece un celular y constriñe la voluntad con amenazas veladas. En ese escenario, la escuela, si es que existe, compite con la calle y pierde casi siempre: la paga semanal de un halcón duplica lo que muchos hogares perciben por jornadas completas en el campo o el comercio informal.

Algunos Estados han intentado con campañas de “Jóvenes Construyendo el Futuro”, becas o talleres artísticos frenar la deserción escolar y el ocio violento, pero la estrategia carece de enfoque territorial y de continuidad: se limita a la lógica del sexenio. Una política integral debería incluir rutas de protección inmediata (albergues, traslados seguros, acompañamiento psicológico), prevención comunitaria (programas deportivos, tutores escolares, radio comunitarias) y reinserción especializada para quienes ya han sido cooptados. La evidencia demuestra que los menores que reciben apoyo psicosocial y acceso a capacitación laboral reducen su reincidencia delictiva de 60 % a menos de 20 % en tres años. Sin esa inversión, el sistema penal se contentará con encarcelar adolescentes hasta que cumplan la mayoría de edad, solo para liberarlos sin alternativas y, con frecuencia, más entrenados que nunca para la violencia.

El reclutamiento infantil no es inevitable; es la consecuencia de decisiones políticas. Tipificar el delito es un paso urgente, pero insuficiente sin la asignación de presupuesto, la profesionalización de policías y ministerios públicos, y la coordinación con las fiscalías locales. Cada día que pasa, dos menores más son detenidos por tareas vinculadas a la delincuencia organizada . En el tiempo que toma leer esta columna, otro niño podría estar empuñando un arma o tomando un celular que suena con la promesa de “dinero fácil”. La sociedad no puede alegar sorpresa; los datos están ahí, los rostros también.

En México, proteger la infancia se ha convertido en una carrera contrarreloj contra la sofisticación del crimen organizado. El país debe decidir si sigue perdiendo generaciones al silencio cómplice o si transforma su indignación en leyes, políticas y presupuesto. De la respuesta que demos hoy dependerá si mañana los niños juegan al fútbol en la calle o patrullan, armados, ese mismo barrio al servicio de una célula criminal.

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