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Cuando parir duele más por el Estado: la violencia obstétrica

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En México, parir puede convertirse en una experiencia traumática no por el proceso fisiológico, sino por la forma en que el Estado, a través de sus instituciones médicas y judiciales, se posiciona frente al cuerpo de las mujeres. La violencia obstétrica —aquel conjunto de actos u omisiones que médicos, enfermeras o personal de salud cometen durante el embarazo, parto o puerperio y que implican maltrato, humillación, negligencia, discriminación o intervención no consentida— ha comenzado a ocupar un lugar en la agenda pública. Sin embargo, su tratamiento jurídico sigue siendo errático, especialmente cuando se plantea su abordaje desde el derecho penal. ¿Debe castigarse penalmente la violencia obstétrica? ¿Cuáles son los riesgos de llevarla por esa vía? Y, sobre todo, ¿es eficaz?

 

El sistema penal mexicano no ha sido ajeno al clamor de miles de mujeres que han denunciado cómo su dignidad fue vulnerada en el momento más íntimo y vulnerable de su vida reproductiva. En algunos estados de la República —como Veracruz, Chiapas, Oaxaca, Tlaxcala y Guerrero— se han aprobado reformas para tipificar la violencia obstétrica como delito. Estas legislaciones, aunque distintas en redacción y alcances, comparten el intento de llevar al terreno punitivo una conducta históricamente naturalizada en el ámbito médico. En esencia, buscan enviar un mensaje: parir no debe doler por culpa del Estado.

 

No obstante, las preguntas sobre la pertinencia de esta vía son muchas. Desde el punto de vista penal, se enfrenta un desafío técnico: ¿cómo se prueba el dolo o la intención de lastimar por parte del personal médico? ¿Cómo distinguir entre una negligencia médica y una intervención no consentida pero urgente? ¿Cuándo un procedimiento se vuelve castigo y no protocolo? Estas dificultades de prueba generan que muchas de las denuncias terminen archivadas, sin justicia real para la víctima. El derecho penal, por su naturaleza garantista y de mínima intervención, exige pruebas sólidas, elementos objetivos y responsabilidad individual clara, algo que en contextos clínicos suele diluirse entre protocolos, decisiones colectivas o situaciones de urgencia.

 

Desde una perspectiva social, criminalizar la violencia obstétrica podría tener efectos contraproducentes. Médicos y personal de salud han manifestado su temor a ser sancionados penalmente por decisiones médicas que, aunque necesarias, pueden ser malinterpretadas. Esto ha generado un fenómeno de “medicina defensiva”, donde los profesionales se abstienen de intervenir o prolongan innecesariamente procesos para cubrirse jurídicamente. Lejos de proteger a las mujeres, este clima de miedo puede reducir el acceso a servicios de salud dignos, especialmente en zonas marginadas donde el personal es escaso.

 

Pero más allá del debate técnico, lo que subyace es una profunda desconfianza entre el Estado y las mujeres. La violencia obstétrica es solo una de las muchas expresiones del desprecio institucional hacia la autonomía femenina. Las mujeres pobres, indígenas o adolescentes son las principales víctimas. Son ellas quienes son regañadas por gritar durante el parto, a quienes se les niega anestesia, a quienes se les practica una cesárea sin autorización o se les impide ver a su recién nacido. En muchos casos, ni siquiera comprenden que han sido violentadas; creen que “así es el parto”, porque así lo ha sido históricamente: una experiencia marcada por la subordinación.

 

El derecho penal, aunque necesario en ciertos casos graves (por ejemplo, esterilizaciones forzadas, muertes por negligencia absoluta, violencia física deliberada), no puede ser la única herramienta de justicia. Resulta esencial construir mecanismos administrativos eficaces, protocolos con enfoque de género y sanciones laborales firmes. La sanción penal debe ser excepcional, y no sustituir la reforma estructural que urge en el sistema de salud. También hace falta educación médica con perspectiva de género, canales accesibles para denunciar sin temor a represalias y, sobre todo, una transformación cultural que coloque la autonomía reproductiva de las mujeres como un eje ético de la atención médica.

 

En este sentido, el derecho penal puede funcionar como un mensaje simbólico de que el Estado reconoce la gravedad de la violencia obstétrica, pero su eficacia práctica será limitada si no se acompaña de políticas públicas integrales. De lo contrario, corremos el riesgo de tener una ley que criminaliza conductas que siguen ocurriendo impunemente y que no cambia la raíz del problema: la deshumanización del parto en instituciones públicas, la mirada vertical del sistema médico y la naturalización de la violencia hacia las mujeres en su etapa reproductiva.

 

Parir no debería doler más por el trato recibido que por el proceso en sí. Penalizar la violencia obstétrica puede ser una herramienta más en la lucha por los derechos de las mujeres, pero nunca debe ser la única ni la principal. El cambio más urgente no está en las cárceles, sino en las salas de parto. Porque la justicia para las mujeres también comienza en el momento en que se les reconoce el derecho a decidir, sentir y nacer sin violencia.

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