
Desde cuentas pequeñas con miles de seguidores hasta celebridades digitales con millones de vistas, los influencers se han consolidado como actores capaces de moldear hábitos de consumo, influir en tendencias y, en muchos casos, mover grandes cantidades de dinero a través de sus recomendaciones. Sin embargo, este nuevo poder trae consigo una pregunta que hasta hace poco no estaba en el radar de legisladores y autoridades: ¿qué pasa cuando esa influencia se utiliza para difundir publicidad engañosa? ¿Puede un influencer ser penalmente responsable por ello?
El derecho penal mexicano contempla figuras que, aunque no fueron diseñadas pensando en la economía digital, pueden aplicarse a este fenómeno. La publicidad engañosa no es solo un problema ético o de autorregulación de plataformas; es una conducta que puede encuadrar en tipos penales como el fraude o el abuso de confianza, dependiendo de la forma en que se realice y el daño que cause. El artículo 386 del Código Penal Federal, por ejemplo, tipifica el fraude como el engaño con el fin de obtener un lucro indebido, causando un perjuicio patrimonial. Si un influencer promociona deliberadamente un producto o servicio que sabe que es falso, ineficaz o inexistente, y sus seguidores compran o contratan en consecuencia, podría configurarse este delito.
Pero el escenario no es tan simple. En muchos casos, el influencer no produce el bien o servicio que anuncia, sino que actúa como intermediario publicitario, confiando en lo que la marca le dice. Aquí surge una de las zonas grises más relevantes: ¿hasta qué punto es penalmente exigible que un influencer verifique la veracidad de lo que anuncia? La respuesta no es obvia, pero cada vez más especialistas sostienen que, dado el alcance y la credibilidad que estas figuras tienen, existe un deber de diligencia reforzado. Es decir, no basta con decir “yo no sabía que era falso”; si la omisión de verificar era evidente y el daño previsible, podría configurarse una responsabilidad.
El problema se agrava cuando hablamos de sectores especialmente sensibles, como la salud, la alimentación o las inversiones. En México ya se han documentado casos de influencers que promocionan suplementos “milagro” sin aval médico, productos para bajar de peso sin sustento científico o esquemas de inversión que resultan ser fraudes piramidales. En este último caso, la línea entre ser víctima y cómplice puede ser delgada. Si un influencer recibe comisiones por cada nuevo “inversionista” que logra captar, y omite advertir sobre los riesgos o la falta de autorización de la autoridad financiera, no solo incurre en responsabilidad civil o administrativa: podría ser acusado de coautor o partícipe de fraude.
Las autoridades mexicanas, sin embargo, todavía están rezagadas en la persecución de estas conductas. Mientras en países como España o Estados Unidos ya existen lineamientos claros que obligan a influencers a señalar de forma explícita cuándo un contenido es pagado, y a no hacer afirmaciones sin respaldo verificable, en México las reglas son difusas. La Procuraduría Federal del Consumidor (Profeco) ha emitido algunas recomendaciones y ha advertido que la publicidad engañosa es sancionable, pero las acciones han sido más bien aisladas y centradas en las marcas, no en los influencers como personas físicas. Esto deja un vacío que, en la práctica, se traduce en impunidad para quienes difunden mensajes fraudulentos.
Desde la perspectiva penal, este vacío normativo no impide que se pueda proceder contra un influencer, pero sí dificulta la tarea probatoria. Demostrar que una persona actuó con dolo —es decir, que sabía que estaba engañando— no es sencillo, sobre todo cuando los contratos de publicidad suelen incluir cláusulas en las que la marca asume la veracidad de la información. Aun así, existen casos en que la negligencia es tan evidente que podría considerarse equiparable a dolo eventual, especialmente cuando el influencer se beneficia económicamente de forma significativa y el daño para el consumidor es grave.
Un aspecto poco discutido pero fundamental es el efecto multiplicador del engaño en redes sociales. Mientras un anuncio televisivo o impreso tiene un alcance acotado, una publicación en plataformas como Instagram, TikTok o YouTube puede viralizarse en cuestión de horas y alcanzar a millones de personas, incluso fuera de México. Esto significa que el potencial de daño es mucho mayor, y por lo tanto, también debería serlo la exigencia de responsabilidad. El derecho penal no debería ignorar esta dimensión, ya que la masificación del engaño es uno de los factores que justifican la intervención de la sanción más grave del Estado.
Sin embargo, no todo debería resolverse con castigos penales. Una política integral para prevenir la publicidad engañosa por influencers tendría que incluir medidas preventivas y educativas. Por ejemplo, lineamientos claros que obliguen a etiquetar contenido pagado, exigir comprobantes de respaldo de lo que se anuncia y establecer sanciones proporcionales para quien incumpla. En el plano penal, la clave está en reservar las acusaciones para casos en los que el influencer haya actuado con plena conciencia del engaño o con una negligencia grave que derive en perjuicios significativos.
La cultura de la inmediatez y la monetización de la vida cotidiana en redes sociales ha hecho que muchos influencers vean la publicidad como una oportunidad fácil de ingresos sin reparar en las implicaciones legales. El hecho de que su actividad se desarrolle en un espacio “digital” no los exime de cumplir con la ley. Al contrario, la influencia que ejercen sobre audiencias masivas implica un grado de responsabilidad social mayor, porque sus recomendaciones no son neutrales: generan confianza, motivan compras y pueden inducir decisiones con consecuencias reales en la vida de las personas.
El derecho penal en México tendrá que adaptarse con rapidez a este nuevo escenario. No basta con aplicar figuras tradicionales a problemas contemporáneos: es necesario pensar en tipos penales que tomen en cuenta la especificidad de la publicidad digital y la figura del influencer como intermediario entre la marca y el consumidor. Esto no significa criminalizar cualquier error o mala recomendación, sino sancionar aquellas conductas que, por su gravedad, dolo o alcance, representen un fraude masivo y consciente.
En última instancia, la discusión sobre la responsabilidad penal de influencers por publicidad engañosa es también un debate sobre confianza pública. Las redes sociales han creado un espacio en el que las personas eligen seguir y escuchar a figuras que consideran auténticas, cercanas o aspiracionales. Cuando esa confianza se traiciona deliberadamente para obtener ganancias a costa del consumidor, el daño no es solo económico: erosiona la credibilidad de todo el ecosistema digital y normaliza prácticas abusivas. Por eso, más que un tema de moda, se trata de un desafío urgente para la justicia penal mexicana, que no puede seguir tratando el engaño masivo en redes como si fuera un problema menor o meramente administrativo.