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Los costos ocultos de la justicia penal: corrupción, gastos judiciales y la economía de la desesperación carcelaria

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El sistema penitenciario refleja, de manera amplificada, las fallas estructurales de la justicia penal. Allí donde debería existir certeza jurídica, proporcionalidad en las penas y respeto a los derechos humanos, lo que se impone es una economía informal sostenida por la corrupción y la necesidad de sobrevivir. Dentro y alrededor de las cárceles, la justicia se compra y se vende: trámites, beneficios, traslados, acceso a medicamentos o incluso la simple posibilidad de no ser golpeado dependen muchas veces de pagos ilegales. Este fenómeno, que puede llamarse “economía de la desesperación carcelaria”, reproduce desigualdades y convierte a la prisión en un mercado donde la dignidad tiene precio.

Los costos comienzan mucho antes de que alguien cruce los barrotes. Desde el momento en que una persona es detenida, su familia se ve obligada a enfrentar gastos inmediatos: la contratación de un abogado particular, el pago de fianzas, las llamadas “mordidas” para acelerar trámites o evitar malos tratos. Quien carece de recursos económicos enfrenta un destino distinto: depender de una defensa pública sobrecargada, con menores probabilidades de lograr beneficios procesales. La desigualdad económica se traduce en desigualdad jurídica. Así, dos personas acusadas del mismo delito pueden tener resultados radicalmente distintos, no por la solidez de las pruebas, sino por el dinero que logren movilizar.

Una vez dentro de prisión, la corrupción se convierte en la moneda de cambio más común. La ley establece que el Estado debe garantizar alimentación, seguridad, salud y condiciones dignas. En la práctica, sin embargo, los internos dependen de pagos adicionales para acceder a estos derechos básicos. Familias enteras destinan parte importante de su ingreso a cubrir “cuotas” impuestas informalmente por custodios o por otros reclusos que controlan áreas del penal. El pago de un mejor espacio en una celda, el acceso a medicinas o la posibilidad de recibir visitas en condiciones seguras dependen de un sistema paralelo en el que el dinero sustituye al derecho.

El problema no termina ahí. La corrupción también impregna los procesos judiciales vinculados a las personas privadas de libertad. Traslados a penales cercanos al lugar de residencia, salidas por motivos de salud, revisiones de medidas cautelares y beneficios preliberacionales suelen estar condicionados a pagos “extraoficiales”. La ley prevé estas figuras como parte del principio de reinserción social, pero en la práctica se convierten en privilegios reservados a quienes pueden pagarlos. Esto distorsiona por completo el sentido de las instituciones jurídicas: lo que debería ser un derecho se convierte en mercancía.

La economía de la desesperación no sólo afecta a los internos. Sus familias cargan con el peso financiero y emocional. Muchas mujeres —madres, esposas o hijas— deben multiplicar sus esfuerzos laborales para cubrir los gastos asociados a la prisión. Traslados constantes, compra de alimentos adicionales, depósitos en cuentas internas y pagos a intermediarios son parte de la rutina. La prisión, en consecuencia, castiga a toda una red social alrededor del recluso, extendiendo el sufrimiento más allá del sentenciado.

Desde el punto de vista del derecho penal, este fenómeno revela un incumplimiento grave del Estado respecto a sus obligaciones constitucionales. El artículo 18 establece que las penas deben orientarse a la reinserción social, lo que implica ofrecer un entorno donde se respeten derechos y se brinden oportunidades para la reintegración. Sin embargo, el funcionamiento cotidiano de los penales contradice esta aspiración. En lugar de reducir la criminalidad, las prácticas corruptas dentro de las cárceles alimentan la reproducción de economías ilegales, enseñando a los internos que la única forma de obtener justicia o condiciones dignas es pagando. La prisión se convierte así en una escuela del crimen, donde la corrupción se normaliza como método de supervivencia.

Es importante destacar que esta situación no surge de manera espontánea. Responde a deficiencias estructurales: sobrepoblación, falta de recursos, salarios bajos a custodios, escasa supervisión y un sistema judicial lento e ineficiente. Estas condiciones crean el terreno fértil para que la corrupción florezca. Al mismo tiempo, la ausencia de mecanismos de control eficaces y la falta de rendición de cuentas permiten que estas prácticas se perpetúen sin sanción.

El costo social de esta economía paralela es enorme. No sólo erosiona la confianza en las instituciones de justicia, sino que perpetúa la desigualdad. Las personas con recursos logran condiciones más llevaderas y, en algunos casos, obtienen beneficios legales que les permiten reducir su estancia en prisión. Quienes no pueden pagar quedan atrapados en un entorno hostil, con mayores probabilidades de sufrir violencia y con menos posibilidades de acceder a la reinserción. La justicia, en teoría igual para todos, se convierte en un privilegio de pocos.

Superar este problema requiere más que medidas aisladas. Es indispensable reformar el sistema penitenciario desde la raíz: mejorar las condiciones laborales de custodios, garantizar el suministro de servicios básicos sin mediaciones corruptas, fortalecer la defensoría pública y transparentar los procesos de beneficios penitenciarios. La vigilancia ciudadana y el involucramiento de organismos independientes resultan fundamentales para romper el círculo de impunidad que hoy protege a estas prácticas.

La prisión no debería ser un espacio donde el dinero define quién sufre más y quién menos. Mientras los centros de reclusión funcionen como mercados ilegales y la corrupción siga siendo el idioma común, la justicia penal estará lejos de cumplir con su misión constitucional. Hablar de reinserción social en estas condiciones es, en el mejor de los casos, una ilusión retórica. En el peor, es la confirmación de que el sistema penal no sólo castiga, sino que reproduce las mismas dinámicas de desigualdad y corrupción que deberían combatirse desde el Estado de derecho.

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