
Cuando un niño entra a una sala judicial, el derecho penal enfrenta una de sus pruebas más delicadas: cómo equilibrar la búsqueda de verdad y justicia con la necesidad de proteger a quienes, por su edad y vulnerabilidad, pueden ser dañados de manera irreparable por el propio sistema. En México, los menores de edad que participan como testigos —ya sea porque presenciaron un delito o porque son víctimas directas— se enfrentan a un entramado institucional que muchas veces los expone más de lo que los cuida. La ley habla del interés superior de la niñez, pero la práctica judicial frecuentemente traduce ese principio en trámites, omisiones y formalidades que ignoran la experiencia traumática de un niño obligado a recordar lo que nunca debió vivir.
La participación de menores como testigos no es un asunto marginal. De acuerdo con datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, cada año se abren miles de carpetas de investigación donde las víctimas son niños y adolescentes; en delitos como violencia familiar, abuso sexual o feminicidio, su testimonio resulta crucial. Sin embargo, esas declaraciones suelen obtenerse en condiciones adversas: salas sin privacidad, entrevistas repetitivas, funcionarios sin capacitación en psicología infantil. El resultado es un testimonio debilitado en lo jurídico y devastador en lo emocional.
Uno de los principales problemas es la revictimización. El menor puede ser interrogado varias veces por diferentes autoridades: ministerios públicos, peritos, psicólogos forenses y, finalmente, en la audiencia oral. Cada repetición implica volver a narrar hechos traumáticos, responder preguntas incómodas o incluso incriminatorias, y enfrentar la incredulidad de los adultos. Aunque México adoptó la figura de la entrevista videograbada —conocida como “entrevista única”— para evitar esta reiteración, la mayoría de las fiscalías carecen de la infraestructura necesaria o no aplican el protocolo de manera estricta. De esta forma, la promesa de proteger al niño se queda en el papel, mientras en la realidad se perpetúa el ciclo de daño.
El otro gran vacío se encuentra en la capacitación de los operadores del sistema penal. Jueces, fiscales y defensores suelen carecer de formación especializada para tratar con niños testigos. Se formulan preguntas con lenguaje técnico o ambiguo que los menores no entienden, lo cual conduce a respuestas contradictorias que después son usadas para desacreditar su credibilidad. En ocasiones, se les presiona para que den detalles que no recuerdan o se interpreta su silencio como mentira. Este enfoque adultocéntrico no solo debilita la calidad probatoria del testimonio, también transmite a los niños el mensaje de que no son escuchados ni creídos.
El problema se agrava cuando la defensa del acusado solicita el careo. Si bien el Código Nacional de Procedimientos Penales establece que puede limitarse esta práctica cuando se trate de menores, en la práctica algunos jueces lo permiten bajo la lógica de garantizar el derecho de confrontación del imputado. Obligar a un niño a mirar a su agresor frente a frente es una forma de violencia institucional que contraviene los estándares internacionales de derechos humanos. El Comité de los Derechos del Niño de la ONU ha señalado en repetidas ocasiones que los Estados deben garantizar que los menores declaren en un entorno seguro, incluso mediante circuitos cerrados de televisión o a través de intermediarios especializados, opciones que en México rara vez se utilizan.
El diseño de los espacios también refleja la falta de enfoque de protección. Muchos juzgados carecen de salas adaptadas para niños. No existen áreas lúdicas, el mobiliario es intimidante y el ambiente frío de los tribunales profundiza la sensación de miedo. Algunas entidades han experimentado con “salas amigables” decoradas con colores, juguetes y material didáctico, donde los niños pueden declarar en un entorno menos hostil. Sin embargo, estas iniciativas siguen siendo excepcionales y dependen de la voluntad local más que de una política nacional.
La dimensión social tampoco puede ignorarse. En comunidades rurales o indígenas, los niños testigos enfrentan presiones adicionales: estigmatización, amenazas a la familia o presiones comunitarias para guardar silencio. En contextos de violencia criminal, declarar contra un agresor implica un riesgo real de represalias. Aquí el sistema penal suele fallar doblemente: no ofrece mecanismos efectivos de protección de testigos para menores y, al mismo tiempo, insiste en obtener declaraciones como prueba central. La consecuencia es que muchas familias prefieren no denunciar, perpetuando la impunidad.
A pesar de este panorama, México ha mostrado avances normativos. La Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes reconoce la obligación de proteger su integridad en procesos judiciales. El Código Nacional de Procedimientos Penales incluye disposiciones sobre la entrevista única y el uso de medios tecnológicos. La Suprema Corte ha emitido criterios que refuerzan la idea de que el testimonio infantil tiene pleno valor probatorio y debe ser apreciado con perspectiva de niñez. Pero el gran desafío sigue siendo la implementación: los recursos económicos, la capacitación del personal y la sensibilización cultural para entender que un niño no puede ser tratado como un adulto en miniatura.
En este contexto, la discusión no puede limitarse a cómo obtener declaraciones más confiables, sino a cómo garantizar justicia sin causar más daño. Algunos expertos proponen avanzar hacia modelos de justicia restaurativa adaptados a la infancia, donde el énfasis no recaiga únicamente en la sanción penal sino en la reparación integral y el acompañamiento psicosocial. Otros insisten en la necesidad de protocolos unificados a nivel nacional que obliguen a las fiscalías a aplicar la entrevista única videograbada, bajo sanciones en caso de incumplimiento. También resulta fundamental invertir en programas de protección de testigos especializados en menores, capaces de resguardar no solo al niño, sino también a su familia.
Cada vez que un niño entra en un juzgado, se pone a prueba la capacidad del Estado mexicano para cumplir con su obligación más básica: proteger a quienes no pueden protegerse por sí mismos. La justicia penal no puede seguir exigiendo a los menores pruebas heroicas de resistencia frente a sus agresores o frente a un sistema que los trata con desdén. Si de verdad creemos en el principio del interés superior de la niñez, debemos asumir que proteger a los niños testigos no es un obstáculo para la justicia, sino la condición misma de su existencia.
Porque al final, un país que obliga a sus niños a revivir su trauma en nombre de la verdad judicial, pero no les garantiza seguridad ni reparación, está fallando en lo más elemental: reconocerlos como sujetos de derechos. Y mientras eso no cambie, la figura del niño testigo seguirá siendo un recordatorio doloroso de que la justicia en México aún no ha aprendido a hablar con voz de infancia.