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Torres Gemelas. 11 de septiembre de 2001. Parte II

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En nuestro anterior ensayo cuestionamos la vigencia y necesidad de mantener determinadas leyes mexicanas, que caen en el denominado “Derecho penal del enemigo”, y que forman parte del daño colateral derivado del atentado del once de septiembre del 2001, a las torres gemelas en Nueva York por el grupo terrorista Al Qaeda.

En efecto, procedente del ataque terrorista la Unión Americana muchos países de la Europa continental, endurecieron su legislación antiterrorista y ampliaron las facultades de los organismos encargados de prevenirlos.

México y Colombia aprovecharon la coyuntura para crear y endurecer la legislación contra el crimen organizado, principalmente en contra del narcotraficante. Esta postura creando leyes especiales, elevando de forma irracional las sanciones, invirtiendo la carga de la prueba, castigando actos preparatorios y la disminución de garantías, originalmente fueron excepciones que se han expandido a pasos agigantados a otras conductas delictivas de alto impacto.

Concluimos nuestro ensayo anterior señalando que la tendencia en México corre en contra de las garantías del gobernado y a favor de la imposición del derecho penal del enemigo. Asimismo, establecimos que el momento crítico que vive nuestro país con una delincuencia organizada desbordada es un excelente caldo de cultivo para la expansión de esta clase de leyes.

Todo lo anterior nos lleva a despojarnos de nuestras legítimas aspiraciones garantistas y preguntarnos: ¿deben mantenerse esta clase de normas en contra del enemigo? ¿Es el derecho penal del enemigo un mal necesario? ¿Qué pasaría si se derogan las leyes penales dirigidas el enemigo?

Justamente, cuando se tiene un Estado copado por la delincuencia organizada y se vive inmerso en una sociedad que reporta diariamente innumerables crímenes inconcebibles, y se observa la impotencia para abatirlas mediante una legislación penal ordinaria; así como la propagación de delincuentes sin escrúpulos, capaces de realizar las conductas más sanguinarias que puede el hombre imaginar y retar al Estado abiertamente, nos vemos obligados a reconsiderar nuestras legítimas aspiraciones garantistas.

Recapacitemos ante la permanente zozobra que causan las amenazas derivadas del pago por derecho de piso que se realiza a trabajadores o empresarios para poder sobrevivir o evitar que se cumpla alguna amenaza en contra de su negociación o familia; los excesivos asesinatos de alcaldes y presidentes municipales a cargo del crimen organizado por no someterse a sus condiciones; la impune invasión de propiedades, ranchos y su explotación.

O bien, el secuestro de familiares para que determinado funcionario o agrupo de funcionarios, renuncien a su cargo, omita o haga determinada labor a favor de los intereses de la organización delictiva; la propagación de “pueblos fantasmas” o desaparición de comunidades enteras, ante el temor de ser víctimas de la delincuencia organizada.

La recurrente localización de fosas comunes repletas de cadáveres con la firma del crimen organizado; la filtración de esta clase de criminales en partidos políticos o autoridades o la aparición de narco diputados, narcos gobernadores; la descarada explotación a grupos de mujeres vulnerables o trata de blancas; el miedo implícito a salir de nuestra morada en la noche o simplemente caminar por la calle, ante el temor de ser secuestrado o “levantado” por bandas criminales.

Asimismo, la desvergonzada extorsión de bandas criminales por todos los medios posibles; la explotación y robo de sembradíos, sustracción de hidrocarburos (a través de bandas denominadas huachicoleros); el llamado narcoterrorismo o ejecuciones masivas realizadas por criminales ligados al tráfico de estupefacientes que asesinan a grupos de migrantes, jóvenes o personas adineradas sin ningún recato; entre otros aspectos.

Todo ello nos obliga a dotar al Estado de mecanismos y herramientas especiales para una eficiente abolición del crimen organizado, respetando determinado catálogo de garantías.

Ciertamente es muy tenue el velo entre una ley tiránica que puede utilizar el Estado con fines perversos y la ley aplicable al auténtico enemigo; empero, ante la oprobiosa realidad, actualmente no encontramos otro remedio que contener al enemigo dentro de una reglamentación especializada, pugnando en un futuro por la disminución de esa clase de leyes y manteniendo -aún para el enemigo- un abanico de garantías básicas y derechos humanos propios de regímenes democráticos que sirvan como contrapeso al abuso del poder.

 

(Véase de nuestra autoría “La ley penal dirigida al enemigo”. Tirant lo Blanch, 2020)

 

DR. GERARDO ARMANDO UROSA RAMÍREZ

@despachourosa

 

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