Por Mario Alberto García Acevedo
En nuestro sistema jurídico, los criterios de la exclusión de la prueba ilícita fueron incorporados, podría decirse, de forma reciente, en el año 2009, como podemos advertir con los primeros fallos de la SCJN, como el AD 9/2008 o el ADR 1621/2010.
Más tarde, en 2015, teniendo como referencia una serie de criterios provenientes de tribunales norteamericanos, principalmente, se reconoció un límite o freno a las reglas genéricas que se esbozaron en un primer momento, excepciones que quedaron plasmadas en el AR 338/2012, fallado por la Primera Sala de la SCJN.
Tras algunos meses y años de la emisión de dichos precedentes, los criterios emitidos por nuestro Alto Tribunal se expandieron, a través de funcionarios judiciales, abogados e, incluso, a voces de los propios justiciables aún cuando estuvieran privados de la libertad.
En la actualidad, buena parte de las pretensiones que se someten a consideración de los órganos de justicia ordinaria y extraordinaria son relativos a la exclusión probatoria, aduciendo alguna irregularidad en su obtención, producción o reproducción siendo éstos los supuestos más recurridos.
A pesar de lo anterior, la actual doctrina jurisprudencial no responde del todo una serie de interrogantes y problemáticas que pudieran surgir con la novedosa configuración y estructura del Código Nacional de Procedimientos Penales.
Por ejemplo, recordemos que los artículos 113, fracción IX y 117, fracciones VI y VII, del citado cuerpo normativo prevén, respectivamente, el derecho del imputado a ofrecer y que se le reciban los medios de prueba que estime pertinentes para su defensa hipótesis que tiene su corolario en la Constitución Federal; mientras tanto, el diverso numeral faculta y obliga al defensor del imputado a recabar y ofrecer los medios de prueba necesarios para llevar a cabo dicha tarea, con el objeto de presentar los argumentos y datos de prueba que desvirtúen la hipótesis de imputación que sostiene la Fiscalía, contra su representado.
En suma, las disposiciones generales de la prueba, puntualmente en los arábigos 259 y 260 del código procesal citado, se establece que los hechos pueden acreditarse por cualquier medio, con la única condición que sea de forma lícita.
A su vez, enfocándonos en la etapa temprana del procedimiento (investigación inicial), la segunda disposición establece que el antecedente de investigación es todo registro incorporado en la carpeta de investigación que sirve de sustento para aportar datos de prueba. Aspecto que es de suma relevancia tener en cuenta pues, contextualmente, se puede concluir que la totalidad de las partes (incluyendo a los imputados, su defensa, la víctima y su asesor) están en condiciones de recolectar datos de prueba.
Esto es, a diferencia del sistema anterior, el monopolio en la recaudación de información, para efectos del procedimiento penal, no es absoluto ni exclusivo de la Fiscalía; por el contrario, la totalidad de las partes están en condiciones de obtener sus propios datos de prueba y elaborar sus propios antecedentes de investigación para, de ser necesario, presentarlos ante el Juez de Control, en la primera fase judicializada.
Posicionamiento que, incluso, en un apartado específico el propio Código Nacional de Procedimientos Penales ha reconocido y reglamentado aunque de forma muy somera la posibilidad que los particulares puedan ejercer la acción penal privada.
Tratándose de la temática que nos ocupa, el artículo 428, en su párrafo segundo, establece que el particular que ostenta la pretensión punitiva deberá aportar los datos de prueba que sustenten su acción, sin necesidad de acudir al Ministerio Público. Lo que pone, aún más en evidencia, el argumento que se sostiene.
Sin mayor abundamiento, por el reducido espacio de la presente colaboración, basta compartir con el lector que, en la actualidad, dicha temática ha sido materia de pronunciamiento por diversos Tribunales Constitucionales en Europa Continental.
Uno de los asuntos más célebres, en la materia, es el conocido caso Lista Falciani, que ha mantenido ocupados a diversos Tribunales Supremos, ante una compleja y atípica problemática, en la que un trabajador del banco HSBC, en Ginebra, aprovechando su posición laboral, se apropió de listados de información económica de los clientes de la entidad bancaria, con la intención de venderlos a terceros.
A partir de un registro que se llevó a cabo, por autoridades, en su domicilio, se emprendieron diversos procesos penales, contra personas que se encontraban en dichos listados. Las pruebas de cargo, en ese conjunto de asuntos, fueron obtenidas por un particular, para fincar imputaciones en distintos países, por delitos contra la Hacienda Pública.
De manera brevísima, el 16 de julio de 2019, al resolver el expediente STS 116/2017, el Tribunal Supremo Español determinó que esos listados de información que incriminaban a uno de los acusados no constituían prueba ilícita pues, si bien, fueron obtenidos por un particular, sostuvo el órgano citado, atendió a una intención ajena a la preparación de pruebas para presentar en un proceso penal.
Así, el Tribunal Supremo concluyó que la regla de exclusión [de la prueba ilícita] sólo adquiere sentido como elemento de prevención frente a los excesos del Estado en la investigación del delito. De modo que la prohibición de valorar pruebas obtenidas con vulneración de derechos fundamentales cobra su genuino sentido como mecanismo de contención de los excesos policiales en la búsqueda de la verdad oculta en la comisión de cualquier delito.
Dicho órgano constitucional precisó que esa circunstancia no suponía aceptar incondicionalmente la licitud de las fuentes de prueba obtenidas por particulares, sino que debían ponderarse las circunstancias de cada caso y la intencionalidad en la obtención de esas fuentes de prueba.
Ante el escenario descrito, considero que, hasta este momento, nuestra doctrina constitucional se ha pronunciado sobre apenas la punta del iceberg de una materia mucho más amplia y profunda que puede presentarse y aún no ha sido descubierta en el Sistema Penal Acusatorio.