En el sistema de justicia penal, la prisión preventiva ha sido concebida como una medida cautelar, un instrumento para garantizar la presencia del imputado durante el proceso y evitar que interfiera con la investigación o represente un peligro para la sociedad. Sin embargo, en la práctica, esta herramienta se ha convertido en un mecanismo de privación de la libertad que contradice principios fundamentales del derecho penal y de los derechos humanos.
En México, la prisión preventiva oficiosa ha generado debates encendidos. Este mecanismo, consagrado en el artículo 19 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, establece que ciertos delitos ameritan automáticamente prisión preventiva, independientemente de las circunstancias del caso o del perfil del imputado. Esto ha generado serios cuestionamientos, no solo porque vulnera el principio de presunción de inocencia —consagrado en el artículo 20 constitucional y en tratados internacionales como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP)—, sino porque también ha contribuido a la sobrepoblación carcelaria y ha generado graves desigualdades en el acceso a la justicia.
El principio de presunción de inocencia establece que toda persona debe ser tratada como inocente hasta que se demuestre lo contrario mediante una sentencia firme. En este sentido, la prisión preventiva debería ser la excepción, aplicada solo en casos en los que existan pruebas contundentes de que la libertad del imputado puede poner en riesgo el proceso penal o a la sociedad. Sin embargo, en México, la práctica ha distorsionado este principio.
La prisión preventiva oficiosa se aplica automáticamente a quienes son imputados por ciertos delitos catalogados como graves, como el homicidio, el secuestro, la delincuencia organizada y, desde reformas recientes, el robo de combustibles y otros delitos de carácter fiscal. Esto implica que, en muchos casos, personas que aún no han sido declaradas culpables son privadas de su libertad por largos períodos, incluso años, mientras se desarrolla el proceso penal.
Un ejemplo paradigmático es el caso de Rosario Robles, exsecretaria de Estado, quien estuvo en prisión preventiva por más de tres años mientras enfrentaba acusaciones por el desvío de recursos públicos. Aunque se argumentó que su encarcelamiento era necesario para evitar su fuga, la falta de una justificación sólida y la duración excesiva de la medida evidencian los abusos que pueden surgir bajo este esquema.
El abuso de la prisión preventiva no solo viola derechos individuales, sino que también tiene un impacto estructural en el sistema penitenciario. Según datos de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), aproximadamente el 40% de las personas en cárceles mexicanas se encuentran en prisión preventiva, muchas de ellas por delitos no violentos o de bajo impacto.
Esta situación ha contribuido significativamente a la crisis de sobrepoblación carcelaria, la cual, a su vez, genera condiciones inhumanas y degradantes en los centros penitenciarios. La falta de espacio, la insuficiencia de servicios básicos y la violencia intracarcelaria son solo algunas de las consecuencias de un sistema que privilegia el encarcelamiento por encima de medidas alternativas.
Además, el abuso de la prisión preventiva perpetúa desigualdades sociales y económicas. Las personas de bajos recursos suelen ser las más afectadas, ya que carecen de los medios para acceder a una defensa legal adecuada o para pagar fianzas cuando estas son permitidas. En cambio, quienes tienen mayores recursos pueden, en muchos casos, evitar el encarcelamiento preventivo mediante estrategias legales o pagos compensatorios.
El sistema de prisión preventiva oficiosa mexicano ha sido objeto de críticas por parte de organismos internacionales. La Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), en su jurisprudencia, ha establecido que la prisión preventiva debe cumplir con ciertos requisitos de legalidad, necesidad y proporcionalidad. En casos como Torres Benvenuto vs. Perú, la Corte ha enfatizado que el uso automático de esta medida viola el artículo 7 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que garantiza el derecho a la libertad personal.
Asimismo, el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, en su interpretación del artículo 9 del PIDCP, ha señalado que la prisión preventiva debe ser excepcional y justificada en cada caso particular, y no puede imponerse como una regla general o automática.
En este contexto, México se encuentra en una posición complicada. Por un lado, debe garantizar la seguridad y el buen funcionamiento del sistema judicial; por otro, tiene la obligación de respetar los estándares internacionales en materia de derechos humanos. Las reformas recientes al Código Nacional de Procedimientos Penales, que buscan ampliar el catálogo de delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa, solo han intensificado este dilema.
El camino hacia un sistema penal más justo y respetuoso de los derechos humanos pasa necesariamente por la reforma del esquema de prisión preventiva. Esto implica replantear su aplicación oficiosa y sustituirla por un modelo que contemple la evaluación caso por caso, con base en criterios objetivos y en el principio de proporcionalidad.
En este sentido, el Poder Judicial tiene un papel crucial que desempeñar. Los jueces deben asumir su rol como garantes de los derechos fundamentales y aplicar la prisión preventiva solo cuando sea estrictamente necesaria y esté debidamente justificada. Esto no solo contribuiría a reducir la sobrepoblación carcelaria, sino que también fortalecería la legitimidad del sistema judicial.
Asimismo, es fundamental promover medidas cautelares alternativas, como la vigilancia electrónica, la presentación periódica ante autoridades o la prohibición de salir del país. Estas opciones permiten garantizar el desarrollo del proceso penal sin recurrir al encarcelamiento, y son menos costosas y menos lesivas para los derechos individuales.
Reformar el sistema de prisión preventiva no es solo una cuestión técnica o jurídica; también es un desafío político y social. En un país como México, donde la percepción de inseguridad y la demanda de mano dura son altas, cualquier intento de reducir el uso de la prisión preventiva puede ser visto como un debilitamiento de la lucha contra el crimen.
Por ello, es imprescindible acompañar las reformas con campañas de sensibilización y educación que expliquen a la ciudadanía la importancia de respetar los derechos humanos y los principios de presunción de inocencia. Al mismo tiempo, se deben fortalecer las instituciones encargadas de la investigación y persecución de delitos, para que el sistema de justicia no dependa exclusivamente de la prisión preventiva como herramienta de control.
El abuso de la prisión preventiva representa una de las mayores contradicciones del sistema de justicia penal en México. Aunque está concebida como una medida cautelar, su aplicación oficiosa y desproporcionada la ha convertido en un mecanismo punitivo que socava derechos fundamentales y perpetúa desigualdades estructurales.
Es urgente que México avance hacia un modelo de justicia que respete los estándares internacionales y garantice la proporcionalidad y excepcionalidad en el uso de la prisión preventiva. Solo así será posible construir un sistema penal que no solo castigue, sino que también respete y proteja los derechos humanos. La reforma no será fácil, pero es imprescindible para avanzar hacia una sociedad más justa y equitativa.