
El sistema penal en México ha evolucionado de forma significativa en las últimas décadas, particularmente en lo que se refiere al tratamiento legal de personas menores de edad en conflicto con la ley. La discusión sobre cuál debe ser la edad mínima para considerar penalmente responsable a un adolescente es, sin duda, uno de los temas más sensibles y complejos dentro del derecho penal juvenil. Este debate no solo implica cuestiones jurídicas, sino también éticas, sociales, psicológicas y de derechos humanos. En el contexto actual, es urgente reflexionar si las edades establecidas por la legislación mexicana realmente responden a la finalidad de protección y reintegración que debe regir la justicia para adolescentes.
En México, la Ley Nacional del Sistema Integral de Justicia Penal para Adolescentes, vigente desde 2016, establece que solo pueden ser sujetos a medidas de responsabilidad penal las personas que tengan entre 12 y menos de 18 años al momento de cometer un hecho que la ley señala como delito. Dentro de este rango, se diferencian tres grupos de edad para definir la respuesta penal: de 12 a menos de 14 años, de 14 a menos de 16 y de 16 a menos de 18. Esta segmentación permite aplicar sanciones más proporcionales según el desarrollo madurativo del adolescente, siendo que solo los mayores de 14 años pueden recibir medidas privativas de libertad, y que la internación preventiva o definitiva es siempre la última opción.
Sin embargo, esta estructura legal ha sido objeto de diversas presiones, especialmente en momentos de alarma social. En muchos casos de delitos cometidos por adolescentes se levanta una ola de opinión pública que exige “mano dura” y el endurecimiento de penas, incluso promoviendo que se baje la edad mínima de imputabilidad penal. Algunas voces, incluyendo legisladores, han planteado iniciativas para que menores de 12 años puedan ser juzgados penalmente por ciertos delitos graves, lo cual abriría la puerta a una regresión significativa en materia de derechos humanos.
El problema con esta propuesta es múltiple. En primer lugar, existen consensos internacionales ampliamente aceptados que indican que los menores de 14 años no deben ser sometidos a un sistema de justicia penal tradicional. Instrumentos como la Convención sobre los Derechos del Niño y las Reglas de Beijing de Naciones Unidas establecen que se debe fijar una edad mínima adecuada para la responsabilidad penal y que el interés superior del niño debe prevalecer en todo procedimiento. Diversos organismos recomiendan como umbral mínimo los 14 años, y en muchos países europeos e incluso latinoamericanos, esa es la edad establecida, o incluso más alta.
La razón de fondo para mantener una edad mínima razonable no es solo jurídica, sino también neurocientífica y psicológica. Está ampliamente demostrado que los cerebros de los adolescentes, particularmente en sus funciones ejecutivas (como el control de impulsos, la planificación y la comprensión de consecuencias), están en desarrollo. Esto no significa que no sean conscientes del carácter ilegal de sus actos, sino que su nivel de madurez emocional y cognitiva no siempre les permite actuar con la misma responsabilidad que un adulto. Criminalizar a un niño o niña de 12 años no solo desconoce esta realidad, sino que los expone a un sistema punitivo que puede arruinar su desarrollo personal y perpetuar ciclos de violencia.
En lugar de apostar por un enfoque punitivo, el sistema debe reforzar el modelo restaurativo, centrado en la reparación del daño, la responsabilización del menor en un entorno protector y la prevención de la reincidencia a través de la educación, la familia y la comunidad. Las estadísticas muestran que la gran mayoría de los adolescentes en conflicto con la ley provienen de contextos de pobreza, abandono, violencia intrafamiliar o exclusión social. Castigar sin comprender este entorno estructural es, en muchos casos, criminalizar la marginación.
Por otro lado, bajar la edad penal tampoco ha demostrado ser eficaz en términos de seguridad pública. En países donde se han aprobado reformas para sancionar penalmente a niños más jóvenes, no se han reducido las tasas de delincuencia juvenil. En cambio, se han producido violaciones graves a derechos humanos y se han saturado los sistemas penitenciarios con menores que requieren atención especializada, no castigo.
En México, más que bajar la edad de imputabilidad penal, es urgente fortalecer las instituciones de prevención: escuelas seguras, atención psicológica, detección temprana de factores de riesgo, programas comunitarios y familiares que fortalezcan el entorno del adolescente. También se requiere que las fiscalías y defensorías públicas especializadas en adolescentes cuenten con mayores recursos, personal capacitado y un enfoque verdaderamente garantista, que no vea al menor como un peligro, sino como una persona con derechos en proceso de formación.
Finalmente, el debate sobre la edad de responsabilidad penal en adolescentes debe alejarse de los impulsos emocionales que provocan los casos mediáticos y acercarse a una visión de Estado que ponga en el centro el desarrollo humano, la justicia social y la reintegración. Un adolescente que comete un delito necesita una intervención firme, sí, pero también comprensiva, especializada y orientada al futuro. Apostar por el castigo en lugar de por la rehabilitación es una receta para perpetuar la violencia que decimos querer erradicar.