
El Estado moderno se sostiene sobre la premisa de que todos los ciudadanos deben contribuir al financiamiento de los servicios públicos, principio que encuentra su fundamento en la justicia tributaria y en la solidaridad social. Sin embargo, cuando el incumplimiento de las obligaciones fiscales se enfrenta con sanciones penales, surge una tensión profunda entre la necesidad de recaudar y los límites del poder punitivo. En los últimos años, el derecho penal se ha convertido en un mecanismo de control económico, más orientado a garantizar ingresos fiscales que a perseguir conductas verdaderamente antisociales.
La expansión de los delitos fiscales responde, en parte, a la presión del Estado por mantener la estabilidad financiera y reducir la evasión. Bajo ese argumento, se han endurecido las penas, ampliado las facultades de las autoridades hacendarias y reducido los márgenes de negociación. No obstante, el discurso de combate a la corrupción fiscal suele ocultar una realidad más compleja: el uso del derecho penal como herramienta recaudatoria, donde la amenaza de prisión funge como medio de coerción para asegurar el pago de adeudos. En ese contexto, el proceso penal pierde su carácter de justicia y se transforma en un instrumento de fiscalización extrema.
El caso de la llamada “facturación falsa” es paradigmático. La tipificación de la venta de comprobantes apócrifos como delincuencia organizada coloca a contribuyentes bajo un régimen procesal propio del crimen violento, con prisión preventiva oficiosa y limitadas garantías de defensa. Esta asimilación entre evasión fiscal y criminalidad organizada ha sido criticada por múltiples juristas por su desproporcionalidad. No se niega el daño económico que la evasión produce, pero resulta discutible que se equipare a delitos de alto impacto. La respuesta punitiva parece más una estrategia de disuasión que una búsqueda genuina de justicia penal.
La instrumentalización del sistema penal con fines fiscales genera, además, efectos contraproducentes. En lugar de fortalecer la cultura tributaria, fomenta la desconfianza entre contribuyentes y autoridades. La amenaza constante de sanción penal puede desalentar la inversión, especialmente en contextos donde la interpretación de las normas tributarias es ambigua o su aplicación, discrecional. Empresas y personas físicas terminan negociando con el miedo, no con la convicción de cumplir la ley.
Otro elemento preocupante es la asimetría en la persecución de estos delitos. Mientras las autoridades actúan con severidad frente a pequeños contribuyentes o medianas empresas, los grandes corporativos suelen resolver sus conflictos mediante acuerdos, condonaciones o mecanismos alternos. El sistema penal se aplica con rigor selectivo, reflejo de una justicia económica desigual. Así, el derecho penal fiscal, concebido como un medio para sancionar la evasión estructural, termina sirviendo como un filtro de presión sobre los sectores más vulnerables del empresariado.
El uso del castigo penal como medio de recaudación también plantea un dilema constitucional. El principio de última ratio exige que el derecho penal intervenga solo cuando los demás mecanismos resultan insuficientes. Si existen vías administrativas o civiles para asegurar el pago de impuestos, la criminalización debería ser excepcional. Sin embargo, la práctica revela una tendencia inversa: la denuncia penal se ha vuelto la primera respuesta ante la sospecha de incumplimiento, no la última. Ello vulnera garantías básicas, como la presunción de inocencia y el debido proceso, y distorsiona la finalidad del sistema tributario.
La verdadera eficacia en materia fiscal no radica en endurecer las sanciones, sino en construir confianza y transparencia. Un sistema impositivo percibido como justo genera mayor cumplimiento voluntario que uno basado en el temor. La persecución penal puede ser necesaria frente a fraudes sofisticados o estructuras criminales, pero debe aplicarse con criterios de proporcionalidad y racionalidad jurídica. De lo contrario, se corre el riesgo de degradar el derecho penal a un simple mecanismo de recaudación forzada.
El equilibrio entre justicia fiscal y justicia penal exige una reflexión seria sobre los límites del poder punitivo. Convertir la amenaza de cárcel en un medio para cobrar impuestos desnaturaliza la función del derecho penal y erosiona el principio de legalidad. La política tributaria no puede apoyarse en el miedo; debe sostenerse en la legitimidad y en la confianza social.