México tiene una deuda histórica con las mujeres que se encuentran en prisión, quienes enfrentan múltiples deficiencias y violaciones a sus derechos humanos, tanto dentro como fuera de los centros penitenciarios. Estas deficiencias se reflejan en la falta de infraestructura adecuada, la violencia física y psicológica, la ausencia de servicios de salud, educación y trabajo, la discriminación y el estigma social, y la dificultad para acceder a la justicia y a la reinserción social.
Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), en 2020 había 10,857 mujeres privadas de la libertad en México, lo que representa el 5.1% de la población penitenciaria total. La mayoría de ellas son jóvenes, pobres, indígenas, madres y con bajo nivel educativo. Además, el 43.8% de ellas no tiene una sentencia firme, lo que evidencia la lentitud y la ineficacia del sistema de justicia.
Las mujeres en prisión sufren condiciones de vida indignas y degradantes, que vulneran su dignidad, su integridad y su salud. Muchas de ellas son víctimas de maltrato, abuso, extorsión y corrupción por parte de las autoridades y de otros internos. También padecen la falta de atención médica especializada, sobre todo en materia de salud sexual y reproductiva, lo que pone en riesgo su vida y la de sus hijos, en caso de estar embarazadas o tenerlos consigo en prisión. Asimismo, carecen de oportunidades de educación, capacitación y trabajo que les permitan desarrollar sus habilidades y generar ingresos para su sustento y el de sus familias.
Estas mujeres también enfrentan una situación de exclusión y discriminación social, que dificulta su reinserción y su pleno ejercicio de sus derechos. Muchas de ellas son juzgadas y condenadas por delitos relacionados con su condición de pobreza, marginalidad o dependencia, como el narcotráfico, el robo o la extorsión. Sin embargo, reciben penas desproporcionadas y arbitrarias, que no toman en cuenta sus circunstancias personales, familiares y sociales. Además, al salir de prisión, se encuentran con el rechazo y el estigma de la sociedad, que las margina y las limita para acceder a empleos, vivienda, servicios y programas sociales.
Ante este panorama, es urgente que el Estado mexicano reconozca y garantice los derechos de las mujeres en prisión, con una perspectiva de género que considere sus necesidades, sus potencialidades y sus roles sociales. Esto implica, entre otras medidas, mejorar las condiciones físicas, de seguridad, de higiene y de salud de los centros penitenciarios; implementar programas de prevención, atención y sanción de la violencia de género; facilitar el contacto y la convivencia de las mujeres con sus hijos y sus familias; promover la aplicación de medidas alternativas a la prisión, como la libertad condicional, el brazalete electrónico o el trabajo comunitario; y fortalecer los mecanismos de supervisión, control y rendición de cuentas del sistema penitenciario.
Las mujeres en prisión son un sector invisible, olvidado y vulnerado. Sin embargo, son también sujetos de derechos, agentes de cambio y protagonistas de su propia historia. Por ello, es necesario visibilizar su realidad, escuchar su voz y apoyar su transformación.