
Resumen:
La presente reflexión ofrece una prospectiva institucional, jurídica y política sobre los efectos acumulados de dos reformas estructurales en México: la instauración de la elección popular de jueces y magistrados sin exigencia de carrera judicial, y la intención legislativa de eliminar la autonomía constitucional de las fiscalías estatales. A la luz de la teoría política y la filosofía del poder, se sostiene que la combinación de ambas medidas no sólo representa una amenaza técnica para la función judicial, sino una reconfiguración del equilibrio republicano en favor del decisionismo político. Se proyecta una regresión que sustituye la legalidad por la voluntad, la imparcialidad por la popularidad, y el derecho por el cálculo electoral.
Introducción: la mutación institucional como forma de poder
En nombre de la democratización, se ha iniciado en México un proceso de mutación institucional que oculta, bajo la apariencia de participación popular, una profunda recentralización del poder. Esta transformación no ocurre por golpe, sino por reforma; no mediante la excepción, sino mediante la normalización. Lo que está en juego no es solamente la forma de designar a jueces y fiscales, sino la arquitectura política del Estado constitucional moderno.
De la autonomía frustrada al decisionismo funcional
La autonomía de las fiscalías, introducida en 2014, fue concebida como un contrapeso al Ejecutivo y como una garantía del principio de legalidad penal. Su fracaso no es argumento contra el ideal, sino contra su implementación. Pero en vez de corregir los defectos estructurales (selección sin mérito, falta de controles externos, opacidad operativa), se opta ahora por suprimir el principio mismo. La consecuencia es una fiscalía recentralizada, sujeta a la voluntad política del día.
La justicia como espectáculo: jueces electos y derecho plebiscitario
La elección judicial sin carrera es el síntoma más evidente del tránsito del derecho a la voluntad. El juez ya no es el operador técnico de la norma, sino el representante de una mayoría circunstancial. Se abre paso a una forma de “justicia plebiscitaria”, donde la ley se subordina al favor del electorado, y el proceso penal se convierte en teatro político. Esta figura remite, inevitablemente, a lo que Carl Schmitt advertía: el decisionismo reemplaza la norma cuando el poder se siente soberano.
El colapso de la imparcialidad: del juez natural al juez partidario
En la tradición liberal-republicana, el juez es aquel que se sitúa fuera del conflicto, porque no es parte. Pero un juez que ha hecho campaña, que ha negociado con actores políticos, que ha comprometido lealtades territoriales, ya no es un tercero. Es, por definición, un actor. Y todo sistema penal que opera sin terceros imparciales es un simulacro de justicia. Se mantiene la estructura del proceso, pero se cancela su garantía.
Implicaciones filosófico-políticas: entre Hobbes, Rousseau y Arendt
Desde Hobbes, sabemos que el soberano busca monopolizar no sólo la fuerza, sino la definición misma de lo justo. Desde Rousseau, sabemos que la voluntad general puede ser tan opresiva como la tiranía individual si no hay límites jurídicos. Y desde Arendt, aprendimos que todo poder que convierte al procedimiento en formalidad vacía tiende al autoritarismo. México, hoy, corre el riesgo de experimentar esa triple lección: un soberano sin contrapesos, una voluntad popular sin límites, y un proceso legal sin contenido garantista.
Prospectiva: el retorno del castigo político
La justicia penal mexicana se enfrenta al riesgo de volverse una herramienta del poder electo: persigue por conveniencia, absuelve por cálculo, y selecciona enemigos en función de alianzas y coyunturas. El Ministerio Público dejará de ser un órgano técnico de la legalidad, y el juez será un actor político con toga . . . O con guayabera. El sistema penal no protegerá a la ciudadanía de los excesos del poder, sino que protegerá al poder de sus enemigos.
Conclusión: resistir desde el derecho
No estamos ante una reforma jurídica, sino ante una mutación política. Lo que se juega no es sólo el equilibrio institucional, sino la posibilidad misma de una justicia independiente, racional y profesional. Resistir esta regresión no es un acto de nostalgia liberal: es una defensa ética del derecho como límite, como forma y como garantía. Porque cuando el poder convierte al juicio en trámite, y al castigo en estrategia, la ley deja de ser justicia y se convierte en instrumento. Y eso, históricamente, siempre ha tenido un nombre: autoritarismo revestido de legalidad.