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El derecho penal como herramienta de represión

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En México, la protesta social y los movimientos ciudadanos han sido fundamentales para la transformación política y social. Desde las revueltas campesinas del siglo XX hasta las movilizaciones feministas contemporáneas, la resistencia ha marcado los hitos de cambio más significativos en la historia del país. Sin embargo, con el paso del tiempo, la respuesta estatal ante estas manifestaciones ha adquirido un carácter crecientemente punitivo, desvirtuando el derecho constitucional a la libre expresión y a la protesta pacífica. Este uso del derecho penal para desarticular movimientos sociales plantea interrogantes sobre los límites de la democracia en México, al tiempo que deja al descubierto un profundo malestar en la relación entre el Estado y la sociedad civil.

La criminalización de los movimientos sociales no es un fenómeno aislado ni exclusivo de México, pero la combinación entre impunidad, corrupción y represión en el país agrava el panorama. El derecho a la protesta está contemplado en la Constitución mexicana y es respaldado por tratados internacionales, como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Sin embargo, en la práctica, estos derechos son restringidos a través de estrategias punitivas que buscan desarticular la organización social y silenciar las voces disidentes. La criminalización de la protesta se manifiesta en la judicialización de los activistas, el uso desproporcionado de la fuerza pública, la estigmatización mediática y, en algunos casos, la militarización de los espacios de protesta.

Uno de los métodos más recurrentes para sofocar los movimientos sociales es el uso de tipos penales amplios o ambiguos que permiten la detención de manifestantes bajo cargos de “ataques a la paz pública”, “sedición”, “obstrucción de obras públicas” o “daños a la propiedad”. Estas figuras penales, muchas veces vagas y subjetivas, permiten a las autoridades detener y procesar a manifestantes sin pruebas contundentes, lo que convierte al derecho penal en un instrumento de control y represión. La falta de precisión en las definiciones de estos delitos permite una flexibilidad peligrosa en su aplicación, que en muchos casos se usa para justificar la represión de protestas pacíficas y legítimas.

Las recientes movilizaciones feministas en México ilustran esta tendencia con claridad. Las manifestaciones contra la violencia de género y los feminicidios, que han cobrado notoriedad a nivel internacional, han sido recibidas con una respuesta estatal desproporcionada. Si bien el feminismo ha logrado visibilizar la alarmante violencia que enfrentan las mujeres en México, las autoridades han desviado la atención hacia los daños materiales provocados durante las marchas. En lugar de enfocarse en las causas estructurales de esta violencia, como la impunidad o la ineficacia de las instituciones, el Estado ha priorizado la persecución de quienes realizan pintas o rompen vidrios, utilizando esto como pretexto para desplegar fuerzas policiales y judicializar a las participantes. Esta narrativa no solo criminaliza a las manifestantes, sino que también reduce su lucha a actos vandálicos, obviando el contexto de desesperación y hartazgo que subyace a sus acciones.

Este enfoque punitivo en las protestas feministas pone de relieve una característica central de la criminalización de los movimientos sociales en México: su enfoque selectivo y dirigido a ciertos sectores sociales marginados. Las mujeres, los pueblos indígenas, los estudiantes y los activistas de derechos humanos han sido tradicionalmente los más afectados por la represión estatal, lo que evidencia una profunda desigualdad en la aplicación del derecho penal. Las movilizaciones que desafían directamente al poder político o económico, ya sea a través de demandas territoriales, ambientales o de justicia social, son las que con mayor frecuencia enfrentan la represión. En lugar de ser vistas como legítimas expresiones de descontento, estas protestas son descalificadas como amenazas al orden público, lo que justifica el uso de la fuerza y la criminalización de sus líderes.

Un caso emblemático es el de los pueblos indígenas que, a lo largo y ancho de México, han protestado contra proyectos extractivos que amenazan sus territorios y recursos naturales. Desde la construcción de presas hasta la explotación minera y de hidrocarburos, estos proyectos han sido impuestos sin el consentimiento libre, previo e informado de las comunidades afectadas, en clara violación de sus derechos. En lugar de escuchar las demandas de los pueblos indígenas y respetar sus derechos, el Estado ha optado por reprimir sus movilizaciones mediante el uso del derecho penal y la militarización de sus territorios. Líderes indígenas han sido detenidos y acusados de delitos como “resistencia a la autoridad”, “sabotaje” o incluso “terrorismo”, en un intento de sofocar sus demandas y desarticular su resistencia. Esta estrategia de represión no solo vulnera los derechos de las comunidades indígenas, sino que también perpetúa un modelo de desarrollo extractivista que prioriza los intereses económicos sobre los derechos humanos y el medio ambiente.

La militarización de las protestas es otro elemento central en la criminalización de los movimientos sociales en México. En diversas ocasiones, el Estado ha recurrido al uso de fuerzas armadas o cuerpos policiales militarizados para contener manifestaciones, lo que incrementa el riesgo de violaciones graves a los derechos humanos. Las fuerzas de seguridad, que en teoría deberían garantizar la seguridad de los ciudadanos, han sido responsables de abusos como detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales y uso excesivo de la fuerza. La militarización no solo intensifica la represión, sino que también envía un mensaje claro: la protesta es una amenaza a la seguridad nacional, y como tal, debe ser contenida a cualquier costo. Este enfoque convierte a los ciudadanos en enemigos internos y transforma la protesta pacífica en una actividad peligrosa.

Es importante destacar que la criminalización de la protesta no es solo una cuestión de represión física o judicial; también se manifiesta a través de la estigmatización mediática y la construcción de narrativas que deslegitiman a los movimientos sociales. Los medios de comunicación, en su mayoría alineados con intereses gubernamentales o empresariales, juegan un papel crucial en la criminalización de la protesta al reducir los movimientos sociales a actos de vandalismo o violencia. Al enfocarse en los daños materiales provocados durante las manifestaciones, los medios desvían la atención de las causas profundas del descontento social y legitiman la represión estatal. Esta narrativa estigmatizante contribuye a la construcción de un imaginario social en el que los manifestantes son percibidos como delincuentes o agitadores, lo que justifica el uso del derecho penal para silenciar sus demandas.

El impacto de la criminalización de la protesta en México es profundo y devastador. No solo erosiona la confianza en las instituciones democráticas, sino que también limita el espacio para la participación ciudadana y el diálogo social. Al recurrir al derecho penal para reprimir el descontento social, el Estado envía un mensaje de intolerancia hacia la disidencia, lo que socava los principios fundamentales de la democracia. La protesta es un derecho, no un privilegio, y su criminalización representa una violación grave de los derechos humanos. Más aún, la criminalización selectiva de ciertos movimientos sociales perpetúa las desigualdades estructurales que estos mismos movimientos buscan combatir, creando un círculo vicioso de represión y exclusión.

La criminalización de los movimientos sociales y la protesta en México es una estrategia que revela las limitaciones de la democracia en el país. El uso del derecho penal como herramienta de represión refleja una incapacidad del Estado para resolver los conflictos sociales de manera pacífica y justa. En lugar de reprimir el descontento, el Estado debería garantizar el derecho a la protesta y fomentar el diálogo con los movimientos sociales. La criminalización de la protesta no es unicamente una violación de derechos, sino un síntoma de una democracia en crisis que necesita urgentemente ser reformada para atender las demandas legítimas de sus ciudadanos.

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