
En el imaginario colectivo, la prisión representa el castigo, el encierro y la pérdida de libertades como respuesta a conductas que la sociedad considera delictivas. Sin embargo, dentro de los centros penitenciarios en México, subsiste un fenómeno que refleja todo lo contrario: el dominio de una economía ilegal, paralela y violenta que reproduce estructuras de poder criminal, con la complicidad o la omisión del propio Estado. Las cárceles, lejos de ser espacios de rehabilitación o neutralización del delito, se han convertido en ecosistemas donde florecen redes de extorsión, cobros ilegales, mercados negros y prácticas mafiosas que afectan tanto a las personas privadas de libertad como a sus familias.
Esta economía penitenciaria paralela no se limita a la compraventa de drogas o teléfonos celulares dentro de los penales. Su funcionamiento es mucho más amplio, sistemático y estructurado. La extorsión es su piedra angular. Internos recién llegados a una cárcel pueden ser forzados a pagar una “cuota de ingreso” para no ser golpeados, agredidos sexualmente o enviados a celdas de castigo. Quienes no pagan, sufren represalias físicas o psicológicas. Estas cuotas se imponen también por el simple hecho de habitar ciertas áreas del penal, acceder a baños, colchonetas, comida decente o medicamentos. En muchos casos, el uso de llamadas telefónicas o visitas familiares también está condicionado al pago de sumas de dinero que deben enviarse desde el exterior.
Estas prácticas son posibles gracias a la formación de estructuras jerárquicas dentro de las cárceles, en las que ciertos internos, conocidos como “líderes”, “jefes de celda” o “padrinos”, ejercen el control interno. Estas figuras muchas veces tienen vínculos con grupos del crimen organizado y actúan con una autoridad de facto, ya sea porque han negociado con las autoridades penitenciarias o porque su poder de intimidación les permite controlar a otros presos. La autoridad oficial, en teoría a cargo del orden y la legalidad dentro del penal, frecuentemente adopta una postura ambigua: mira hacia otro lado, pacta con estos grupos o incluso participa activamente en el sistema de extorsión.
La existencia de esta economía criminal dentro de las cárceles tiene consecuencias profundas, tanto jurídicas como sociales. Desde una perspectiva de derecho penal, implica una grave violación de los derechos humanos de las personas privadas de libertad. El Estado no sólo incumple su deber de garantizar la seguridad y dignidad de los internos, sino que además permite o facilita la comisión de nuevos delitos dentro del entorno penitenciario. El castigo se convierte en una fuente de sufrimiento que excede lo legalmente permitido, imponiendo penas adicionales no contempladas por la sentencia judicial. El derecho penal mexicano, que reconoce los principios de legalidad, proporcionalidad y reinserción social, es burlado de forma sistemática dentro de estos muros.
A nivel social, el impacto es igualmente devastador. Las familias de los internos, muchas de ellas ya en condiciones de pobreza, son extorsionadas para enviar dinero con regularidad, lo que agrava su vulnerabilidad económica. Algunas madres, esposas o hijas se ven obligadas a empeñar pertenencias, endeudarse o incluso participar en actividades ilegales para poder cubrir las “cuotas” exigidas desde prisión. Este fenómeno crea un círculo de criminalidad que trasciende los barrotes, involucrando a personas que ni siquiera han sido condenadas por algún delito.
Lo más alarmante es la naturalización de este sistema. Muchos internos lo ven como una parte inevitable de la vida en prisión. Las autoridades lo toleran o lo justifican como un “mal menor” que ayuda a mantener el orden entre los reclusos. Sin embargo, esta normalización es un reflejo de un fracaso estructural: el Estado mexicano ha perdido el control de muchas de sus prisiones, cediendo el poder a estructuras paralelas que funcionan bajo lógicas de violencia, corrupción y lucro.
Combatir esta economía penitenciaria paralela no es tarea sencilla. Requiere un rediseño profundo del sistema penitenciario nacional, con énfasis en la transparencia, la supervisión externa y el fortalecimiento de los mecanismos de denuncia dentro de los penales. Se necesita también una depuración de personal corrupto, programas de inteligencia penitenciaria y, sobre todo, voluntad política para reconocer el problema y enfrentarlo sin simulaciones.
Las cárceles no deben ser tierra de nadie, ni espacios donde el crimen se reinventa y refuerza en nombre del castigo. Mientras las prisiones mexicanas sigan funcionando como mercados ilegales en los que se comercia con la dignidad humana, el sistema de justicia penal seguirá siendo un engranaje que alimenta, y no combate, la criminalidad. Reconstruir el Estado de derecho empieza por cerrar las puertas a estas economías de la violencia que hoy mandan desde adentro.