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Los derechos humanos ante el crimen organizado

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En el umbral del siglo XXI una escalada de terror legislativo encubre los tradicionales principios de un derecho penal liberal, y recorre diversos horizontes, alcanzando a nuestro país y escondiendo bajo su ropaje una marcada tendencia tiránica, al amparo de un apócrifo epitafio: “Derecho Penal del Enemigo”.

Los pronunciamientos a favor o en contra de esta clase de leyes –cada vez más frecuentes en México- han levantado ámpula y provocado acalorados debates entre respetables juristas, principalmente extranjeros.

Es indiscutible que pisamos un terreno resbaladizo, pues mientras que una postura garantista y respetuosa de los derechos del hombre intenta circunscribir la esfera de aplicación del derecho penal; otras voces se pronuncian a favor del denominado Derecho penal del enemigo que introduce renovados ilícitos de dudosa gravedad, así como una exagerada flexibilidad a las normas de imputación y los principios del derecho penal liberal; irradiando una clara directriz represiva.

Al “derecho penal del enemigo” se le crítica la infamante distinción entre “enemigos y ciudadanos” que atenta contra la dignidad humana y es propia de Estados totalitarios, pues la igualdad de los individuos ante la ley no admite grados y debe permanecer como uno de los pilares de los derechos humanos consagrados desde la declaración universal proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948, por lo que resulta incompatible con un Estado democrático.

Sin embargo, en las leyes antiterroristas o contra el crimen organizado, es evidente la desigualdad jurídica y procesal entre el denominado “enemigo” y el delincuente ordinario.

En este contexto, a diferencia del delincuente ordinario que se le castiga con base en el daño tipificado y su culpabilidad; al enemigo se le sanciona con antelación a la comisión material del delito, debido a la peligrosidad que representa y al margen del resultado material del delito.

Enlazado con la característica ut supra, se encuentra el aumento irracional de sanciones. En efecto, cuando la ley penal ordinaria castiga actos preparatorios, la sanción presenta una importante disminución punitiva, lógicamente, inferiores a las contempladas para los ilícitos consumados, pues desde la perspectiva dogmática esa clase de acciones no son otra cosa que “tentativas expresamente tipificadas”
.
Sin embargo, en el derecho penal del enemigo se sigue el camino inverso, ya que no se toma en consideración que la agrupación criminal o el imputado no alcanzó a vulnerar determinado bien jurídicamente tutelado, de manera efectiva, pues solamente lo colocó en riesgo de ser dañado; sin que esa circunstancia sea tomada en consideración para disminuir la pena, pues paradójicamente las sanciones son más severas en comparación con el delito tentado; por tanto, al enemigo se le da un tratamiento jurídico desigual, aumentando de manera desmesurada la sanción penal correspondiente.

Ahora bien, en nuestro país han proliferado leyes especiales que se identifican con está clase de rama del derecho penal, tal es el caso de la Ley Federal Contra la Delincuencia Organizada, la Ley de Extinción de Dominio, la Ley General para Prevenir y Sancionar los Delitos en Materia de Secuestro, la Ley General para Prevenir, Sancionar y Erradicar los Delitos en Materia de Trata de Personas, entre otras.

De todo lo anterior se concluye que las principales características de esta clase de normas penales son:

a) El adelantamiento de la intervención del derecho penal;
b) El aumento irracional de penas y
c) La reducción de garantías procesales;
d) La promulgación de leyes especiales.

El debate 

¿El derecho penal del enemigo es un mal necesario? En México ¿la grave propagación del crimen organizado las justifica? En un Estado democrático ¿es válido reducir las garantías constitucionales a miembros de la delincuencia organizada? ¿Ha sido efectiva la promulgación de estas leyes en México para abatir la criminalidad organizada?

Seguramente muchas de estas interrogantes quedarán en el tintero. El implacable juicio de la historia nos dará una respuesta certera

Para tomar una determinación en uno u otro sentido, estimamos conveniente reflexionar sobre nuestra realidad mexicana, hic et nunc (aquí y ahora).

Desde nuestra óptica -eminentemente práctica y realista-, estimamos que dentro del concepto de enemigo existen matices y, por ende, individuos incorregibles especialmente peligrosos, portadores de una barbarie incalificable.

En efecto, no obstante que moralmente nos resistimos a admitir las leyes penales dirigidas al enemigo, la cruel y durísima realidad mexicana nos obliga a replantear su obligada necesidad.

Justamente, cuando se tiene un Estado copado por la delincuencia organizada y se vive inmerso en una sociedad que reporta diariamente innumerables crímenes inconcebibles, y se observa la impotencia para abatirlas mediante una legislación penal ordinaria; así como la propagación de delincuentes sin escrúpulos, capaces de realizar las conductas más sanguinarias que puede el hombre imaginar y retar al Estado abiertamente, nos vemos obligados a reconsiderar nuestras románticas aspiraciones garantistas.

Recapacitemos ante la permanente zozobra que causan las amenazas derivadas del pago por derecho de piso que se realiza a trabajadores o empresarios para poder sobrevivir o evitar que se cumpla alguna amenaza en contra de su negociación o familia; los excesivos asesinatos de alcaldes y presidentes municipales a cargo del crimen organizado por no someterse a sus condiciones; la impune invasión de propiedades, ranchos y su explotación.

El secuestro de familiares para que determinado funcionario de elección popular renuncie a su cargo, omita o haga determinada labor a favor de los intereses de la organización delictiva; la propagación cada día más evidente de “pueblos fantasmas” o desaparición de comunidades enteras, ante el temor de ser víctimas de la delincuencia organizada.

La recurrente localización de fosas comunes repletas de cadáveres con la firma del crimen organizado; la filtración de la delincuencia en autoridades o narco diputados, narcos gobernadores; la descarada explotación a grupos de mujeres vulnerables o trata de blancas; el miedo implícito a salir de nuestra morada en la noche o simplemente caminar por la calle, ante el temor de ser secuestrado o “levantado” por bandas criminales.

Asimismo, la desvergonzada extorsión de bandas criminales por todos los medios posibles; la explotación y robo de sembradíos, sustracción de hidrocarburos (a través de bandas denominadas huachicoleros); el llamado narcoterrorismo o ejecuciones masivas realizadas por criminales ligados al tráfico de estupefacientes que asesinan a grupos de migrantes, jóvenes o personas adineradas sin ningún recato; entre otros aspectos.

Todo ello nos obliga a dotar al Estado de mecanismos y herramientas para una eficiente abolición del crimen organizado, respetando determinado catálogo de garantías.

Paradójicamente, ello evitaría la tentación -siempre latente- de utilizar esta clase de reglamentaciones como una careta a la represión, que facilite su aplicación en contra de cualquier ciudadano común o presos políticos, extranjeros o indígenas; por lo que la multireferida normatividad debe estar categóricamente demarcada y evitar entremezclarla con todo el Derecho punitivo.

Ciertamente es muy tenue el velo entre una ley tiránica que puede utilizar el Estado con fines perversos y la ley aplicable al auténtico enemigo, empero, frente a la oprobiosa realidad, actualmente no encontramos otro remedio que contener al enemigo dentro de una reglamentación especializada, pugnando por la disminución de esa clase de leyes y manteniendo -aún para el enemigo- un abanico de garantías básicas y derechos humanos propios de regímenes democráticos que sirvan como contrapeso al abuso del poder.

Gerardo Armando Urosa Ramírez

Twitter: @despachourosa 
Facebook: Gerardo Urosa

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