
En el imaginario colectivo, la cárcel suele representarse como el lugar donde van quienes han infringido la ley, un espacio neutral donde se castiga el delito, sin distinción de personas. Pero esta idea, tan simple como cómoda, oculta una verdad incómoda: el sistema penitenciario en México no es igual para todos. El perfil de quienes llenan las prisiones del país responde menos a criterios de justicia que a dinámicas de exclusión, pobreza y discriminación estructural. La cárcel, lejos de ser un instrumento imparcial del Estado, es un reflejo de la desigualdad social y una herramienta de criminalización selectiva.
No es casualidad que la mayoría de la población penitenciaria en México esté conformada por personas jóvenes, de escasos recursos, con bajo nivel educativo y pertenecientes a grupos históricamente marginados. Según datos del Censo Nacional de Sistema Penitenciario Federal y Estatales del INEGI, más del 90% de las personas privadas de libertad no cuentan con estudios universitarios, y una proporción significativa nunca terminó la educación básica. Además, una parte importante proviene de contextos de pobreza urbana o rural, donde el acceso a servicios públicos, justicia y oportunidades laborales es limitado o inexistente.
Esta selectividad en la criminalización no es un accidente, sino una consecuencia directa de cómo se aplican las leyes penales y cómo opera el sistema de justicia. En México, los delitos más perseguidos y sancionados son aquellos que pueden vincularse fácilmente a la pobreza: robos menores, narcomenudeo, portación simple de drogas, entre otros. Mientras tanto, delitos de cuello blanco como la corrupción, el lavado de dinero o el fraude fiscal tienen tasas de impunidad altísimas y rara vez terminan con sus responsables en prisión. La ley se aplica con todo el peso cuando se trata de los sectores más vulnerables, pero con guante blanco cuando se enfrenta al poder económico o político.
A esto se suma el uso excesivo de la prisión preventiva, una figura que debería ser excepcional, pero que en la práctica funciona como castigo anticipado. Cientos de miles de personas permanecen encarceladas sin haber sido condenadas, muchas veces por delitos menores y sin pruebas sólidas en su contra. En 2023, más del 40% de la población penitenciaria en México estaba en prisión preventiva. Esta situación afecta desproporcionadamente a quienes no pueden pagar una defensa adecuada o fianza, perpetuando el ciclo de desigualdad.
Dentro de los centros penitenciarios, la discriminación y la desigualdad no desaparecen, sino que se agudizan. Quienes tienen dinero o conexiones logran mejores condiciones, acceso a protección, espacios privados o incluso privilegios ilegales. En cambio, la mayoría enfrenta hacinamiento, violencia, falta de atención médica y condiciones insalubres. El sistema carcelario se convierte así en un microcosmos brutal de la desigualdad del país, donde se castiga no solo el delito, sino también la pobreza.
La criminalización selectiva también tiene un fuerte sesgo de género y etnia. Las mujeres privadas de libertad suelen enfrentar un castigo moral adicional, marcado por estereotipos de maternidad fallida o sexualidad transgresora. Muchas son encarceladas por delitos menores, cometidos en contextos de violencia económica o doméstica. Asimismo, los pueblos indígenas se enfrentan a barreras lingüísticas y culturales que obstaculizan su defensa legal y su acceso a la justicia.
Esta desigualdad estructural dentro del sistema penitenciario no puede entenderse sin analizar el contexto económico y político más amplio. Las políticas de seguridad pública basadas en el punitivismo —más cárceles, penas más largas, tolerancia cero— se han vendido como soluciones a la inseguridad, pero en realidad han funcionado como mecanismos de control social sobre los sectores marginados. En lugar de atacar las causas profundas del delito, se castigan sus síntomas, reforzando un ciclo de exclusión y represión.
El derecho penal debería ser la última ratio del Estado, una herramienta excepcional para proteger bienes jurídicos fundamentales. Sin embargo, en México se ha convertido en la vía rápida para gestionar la desigualdad, criminalizando a quienes sobran en el modelo económico y carecen de poder para defenderse. Reformar el sistema penitenciario requiere mucho más que mejorar las condiciones de las cárceles: implica repensar la política criminal desde una perspectiva de justicia social, equidad y derechos humanos.
Mientras las cárceles sigan llenándose de pobres, mientras la ley castigue más al que menos tiene, y mientras el sistema penitenciario reproduzca y profundice la desigualdad, no podremos hablar de un Estado verdaderamente justo ni de un sistema penal legítimo. La justicia que castiga selectivamente no es justicia: es violencia institucional.