Una de las creencias más arraigadas en la opinión pública acerca de la prisión, se refiere a la carga económica que las personas privadas de la libertad representan para la sociedad. Dicha creencia se presta a debate, la propia realidad aporta elementos para encender la controversia, especialmente cuando la administración penitenciaria (federal o local) está impregnada de noticias que apuntan hacia hechos de corrupción.
En torno a este debate, surgen cuestionamientos sobre el por qué no hay una “industria penitenciaria”, no se trata de la histórica producción de artesanías; sino de una auténtica ordenación del trabajo penitenciario, entre cuyas metas están la reinserción social y el autofinanciamiento de la institución. Sin embargo, dichos objetivos son inviables pues con un sistema penitenciario criticado por el deficiente respeto a los derechos humanos y sin la infraestructura adecuada donde ni las autoridades, ni los empresarios (hasta donde es legal su participación) cuentan con la confianza suficiente para implementar alguna actividad económica formal dentro de la prisión.
En la historia de las penas, hay quienes opinan que la explicación acerca del progresivo abandono del uso de la pena de muerte por la opción de la cárcel, encuentra su explicación no en motivos humanistas sino en motivos económicos, particularmente, en la aparición del sistema económico salarial y el capitalismo como ideología.
A raíz del crecimiento de la clase burguesa y su ascenso a las posiciones de poder basado en su capacidad económica, profundizó la brecha entre esa clase y la clase obrera, integrada por las personas cuya única posesión era su fuerza de trabajo. Los derechos estaban condicionados: quien no trabajaba, no tiene derecho ni a los satisfactores elementales. Así fue como todo ser humano en posibilidades de prestar su trabajo, lo hizo; quienes no lograban insertarse en el mercado de trabajo se convirtieron en “vagos”, “malvivientes” e “insanos”, en otras palabras, se criminalizó a quienes no trabajaban.
Con la Revolución Industrial, la situación se agravó y con la máquina de vapor reemplazando la fuerza de trabajo humana, los índices de “vagos” incrementaron, tanto que el Estado tuvo que intervenir implementando el mecanismo de control idóneo para todos los “malvivientes” que contrariaban el sistema económico. Entonces, el Estado castigó la “vagancia” con la internación en una institución al estilo del derecho canónico para corregir a los internos con trabajo forzoso, el cual por tener el carácter de castigo no generaba remuneración para el trabajador, pero sí para el Estado. Así nacieron las “workhouses” o ”houses of correction” como lugares de explotación estatal.
El trabajo nos da humanidad y es, después de la racionalidad, uno de los principales atributos que nos caracterizan como seres humanos. Entre la diversidad de formas de afectar la dignidad humana, algunas de las peores son aquellas donde la vulneración se manifiesta a través del trabajo.
El trabajo debería dignificar y reafirmar la naturaleza humana; sin embargo, en múltiples ocasiones ni siquiera permite la satisfacción de las necesidades básicas. Ya sea, desde su perspectiva económica –como factor de la producción- o hasta terapéutica –porque le da sentido a la vida-, debería permitir la supervivencia propia y de quienes dependen económicamente del trabajador. Además de ser uno de los medios penitenciarios para lograr la reinserción social conforme al artículo 18 constitucional. En ese sentido, considerando la situación actual del sistema penitenciario mexicano, plantearse la posibilidad de un auténtico régimen de trabajo penitenciario significaría abrir la puerta a intereses fundamentalmente económicos y poco comprometidos con la reinserción social.
Gracias por tomarte el tiempo de leer.
Alberto Francisco Garduño.
Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México.
X: @albertofco9